¡Amor y paz!
Los acontecimientos que estamos
celebrando en estos días deben transformar nuestras vidas. No puede ser que año
tras año los celebremos pero pasen como un rayo de sol por entre un cristal sin
dejar huella.
Eso pudo pasarles a los
discípulos del Señor, en el episodio del Evangelio hoy porque, tras haberlo escuchado y presenciar sus milagros, luego
de ser testigos de su pasión, muerte y resurrección,
volvieron a sus antiguas labores, como si nada hubiera pasado.
Todos los evangelistas, al
narrar las apariciones de Jesús, insisten y no ocultan la resistencia y
dificultades de los apóstoles. Jesús se aparece a María Magdalena, y ésta lo
confunde con un compañero de camino. Se aparece al grupo reunido y encerrado en
el cenáculo, y se creen ver visiones. Les sale al encuentro en el lago, y no se
dan cuenta de que es Jesús. Y ése es el problema. Una cosa es que Jesús se
manifieste, se aparezca, y otra que lo reconozcamos. A veces sólo queremos ver
al Dios de nuestros sueños, nuestra idea de Dios, y así no vemos a Dios en el
compañero de trabajo, en el compañero de viaje, en el prójimo.
Sólo cuando reconozcamos
al Resucitado podremos colaborarle, como Pedro y los demás discípulos, en la construcción de un mundo mejor.
Los invito, hermanos, a leer
y meditar el Evangelio y el comentario, en este Tercer Domingo de Pascua.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 21,1-19.
Después de esto, nuevamente se manifestó Jesús a sus discípulos en la orilla del lago de Tiberíades. Y se manifestó como sigue: Estaban reunidos Simón Pedro, Tomás el Mellizo, Natanael, de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar.» Contestaron: «Vamos también nosotros contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba parado en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo que comer?» Le contestaron: «Nada.» Entonces Jesús les dijo: «Echen la red a la derecha y encontrarán pesca.» Echaron la red, y no tenían fuer zas para recogerla por la gran cantidad de peces. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Simón Pedro: «Es el Señor.» Apenas Pedro oyó decir que era el Señor, se puso la ropa, pues estaba sin nada, y se echó al agua. Los otros discípulos llegaron con la barca — de hecho, no estaban lejos, a unos cien metros de la orilla; arrastraban la red llena de peces. Al bajar a tierra encontraron fuego encendido, pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar.» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red llena con ciento cincuenta y tres pescados grandes. Y a pesar de que hubiera tantos, no se rompió la red. Entonces Jesús les dijo: «Vengan a desayunar». Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo repartió. Lo mismo hizo con los pescados. Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. Cuando terminaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le preguntó por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro volvió a contestar: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Cuida de mis ovejas.» Insistió Jesús por tercera vez: «Simón Pedro, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se puso triste al ver que Jesús le preguntaba por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.» Entonces Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. En verdad, cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas a donde querías. Pero cuando llegues a viejo, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará a donde no quieras.» Jesús lo dijo para que Pedro comprendiera en qué forma iba a morir y dar gloria a Dios. Y añadió: «Sígueme.».
Comentario
Existe un poema que se
canta en la lengua de los indios cherokees de los Estados Unidos y que dice
así: “Un hombre susurró: «Dios, habla conmigo». Y un ruiseñor comenzó a cantar,
pero el hombre no oyó. Entonces el hombre repitió: «Dios, habla conmigo». Y el
eco de un trueno se oyó. Pero el hombre fue incapaz de oír. El hombre miró
alrededor y dijo: «Dios, déjame verte». Y una estrella brilló en el cielo. Pero
el hombre no la vio. El hombre comenzó a gritar: «Dios, muéstrame un milagro».
Y un niño nació. Pero el hombre no sintió el latir de la vida. Entonces el
hombre comenzó a llorar y a desesperarse: «Dios, tócame y déjame saber que
estás aquí conmigo...» Y una mariposa se posó suavemente en su hombro. El
hombre espantó la mariposa con la mano y, desilusionado, continuó su camino,
triste, solo y con miedo”.
El texto que nos propone
hoy la liturgia expresa de una manera admirable la experiencia del resucitado
que vivieron aquel grupo de pescadores junto al lago de Tiberíades: “Estaban
juntos Simón Pedro, Tomás, al que llamaban el Gemelo, Natanael, que era de Caná
de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos de Jesús. Simón Pedro
les dijo: –Voy a pescar. Ellos contestaron: –Nosotros también vamos contigo.
Fueron, pues, y subieron a una barca; pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando comenzaba a amanecer, Jesús se apareció en la orilla, pero los
discípulos no sabían que era él. Jesús les preguntó: –Muchachos, ¿no tienen
pescado? Ellos le contestaron: –No. Jesús les dijo: –Echen la red a la derecha
de la barca, y pescarán. Así lo hicieron y después no podían sacar la red por
los muchos pescados que tenía. Entonces el discípulo a quien Jesús quería
mucho, le dijo a Pedro: – ¡Es el Señor!”
Jesús resucitado se hace
presente en nuestra vida cotidiana, en medio de la pesca, del trabajo, de la
rutina de nuestras vidas cansadas porque no tenemos éxito en nuestras búsquedas
ordinarias. Él se deja sentir en lo sencillo de nuestras labores. No hacen
falta experiencias extraordinarias; no se trata de teofanías luminosas y
radiantes. Sencillamente, es necesario tener un corazón, como el del discípulo
a quien Jesús quería mucho. Un corazón que se sabe amado por el Señor, reconoce
la presencia del resucitado con facilidad.
En esta escena a la orilla
del lago, hay un elemento que llama la atención. Los discípulos, sabiendo que
era el Señor el que los invitaba a desayunar, no se atreven a preguntarle:
“Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían
que era el Señor”. Su presencia no es una prueba irrefutable, una señal
inequívoca y absolutamente transparente. Jesús se hace presente en el
sacramento del hermano, en el gesto fraterno que nos une, en el estallido
constante de la vida que nos llega sin notarla. ¿Hasta cuándo tenemos que
sufrir para comprender que Dios está siempre donde está la vida? ¿Hasta cuándo
mantendremos nuestros ojos y nuestros corazones cerrados para los milagros de
la vida que se presentan diariamente en todo momento? En este tiempo de Pascua,
tenemos que dejar atrás el miedo y la desconfianza, para abrirnos a la
presencia resucitada del Señor que nos arranca de nuestras tristezas y
desesperanzas, para lanzarnos a colaborar con él en la construcción de una vida
plena para todos.
Hermann Rodríguez Osorio,
S.J.
Sacerdote jesuita, Decano
académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana –
Bogotá
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