¡Amor y paz!
Cuando escuchan a Juan decir
que Jesús es el Cordero de Dios, dos de sus discípulos resuelven seguir al Señor, tras lo cual surge un interesante
diálogo que nos toca a todos nosotros, porque plantea el tema del seguimiento y
las consecuencias de ese seguimiento.
Los invito, hermanos, a leer
y meditar el Evangelio y el comentario, en este viernes de la Feria del tiempo de
Navidad.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 1,35-42.
Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: "Este es el Cordero de Dios". Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué quieren?". Ellos le respondieron: "Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?". "Vengan y lo verán", les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde. Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que traducido significa Cristo. Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas", que traducido significa Pedro.
Comentario
El evangelio de hoy nos
muestra el momento del traspaso del Antiguo Testamento, representado por Juan y
su bautismo de agua, al Nuevo Testamento de Jesús, con su bautismo de Espíritu
y de fuego. Juan se aparta del camino y, con enorme nobleza y abnegación,
indica a sus propios discípulos que lo dejen y sigan a Jesús.
Sin embargo, casi treinta
años después de estos sucesos, Pablo ‑según relatan los Hechos de los Apóstoles‑
encuentra en Éfeso, anacrónicamente, a gente que se dicen discípulos de Juan el
Bautista.
Y yo digo que, aún hoy hallamos entre los cristianos algunos que son más discípulos de Juan que de Jesús.
Y yo digo que, aún hoy hallamos entre los cristianos algunos que son más discípulos de Juan que de Jesús.
Porque ¿qué representaba
Juan? ¿qué predicaba?: Juan era un gran moralista, un gran asceta. Recordó
potentemente a sus oyentes todas esas leyes que Dios había revelado a su pueblo
y que Israel no cumplía. "¿Qué debemos hacer?" le preguntaban ‑según
Lucas‑ los que lo escuchaban. Y Juan les señalaba sus deberes. A los
comerciantes, a Herodes, a los recaudadores de impuestos, a los soldados, les
respondía: "Esto deben hacer; aquello no..."
Los que simbólicamente
se bautizaban con su agua prometían cambiar de vida, sujetarse a los
mandamientos, vivir austeramente...
Y ¿cuántos de nosotros no
creemos que ser cristianos consiste solo en esto?: ajustarnos a las normas de
la ética, cumplir con los preceptos, esforzarnos en hacer lo que los
mandamientos ordenan, reprimir lo que nos prohíben...?
Pero esto ni basta, ni es
posible mantenerlo demasiado tiempo. Vivir ética, estoicamente, puede ser
realizado quizá por minorías, sostenidos por la autoestima algo orgullosa que
ello depara... Pero mientras estos mandamientos, así no más vividos, pelados,
férreos, no entren en colisión con algo que realmente nos importa, porque, en
ese caso, suelen caer estrepitosamente... Parecía muy buena, muy cumplidora,
hasta que se enamoró de aquel hombre casado , y se acabó, todo su cristianismo
se vino abajo...o hasta que se topó con ese ofrecimiento más o menos turbio de
ganancias fáciles, de retorno, de ayuda financiera, de puesto, de ascenso...
Total, todo el mundo lo hace. Si hago lo contrario, si me niego, me miran como
a tonto, o como estorbo, o quedo fuera del sistema... ¿Para qué cumplir,
entonces, mandamientos que lo único que hacen es amojonarme la vida, ponerme en
situación de inferioridad con los que no los cumplen, quitarme oportunidades de
ganancia o de placer o aún de humana felicidad... Mandamientos, por otra parte,
de los cuales se burla media humanidad y hasta con doctorales argumentos...
Y es que todavía no somos
cristianos. Somos discípulos de Juan. Seguimos al viejo, no al nuevo
testamento. Vivimos en el régimen de la ley, no de la gracia.
Porque, vean, el cristianismo es otra cosa. Si a Juan le preguntaba la gente. "¿Qué debemos hacer?" A Jesús los discípulos le preguntan hoy: "¿Dónde vives?"... Y si Juan les contestaba: "Hagan aquello, no hagan esto...", Jesús les responde "Vengan; y lo verán".
"Y ellos fueron,
vieron donde vivía y se quedaron con él".
El evangelista no nos dice
qué sucedió en esa experiencia que vivieron los discípulos con Jesús. Un
silencio intencionado o, mejor dicho, obligado, cubre esos momentos..... Pero
sí nos muestra los efectos de ese encuentro con Cristo. El alborozo que los
llevó a gritar "¡Hemos encontrado al Mesías!" y la urgencia de llevar
a otro a ese mismo encuentro, como hace Andrés con Simón.
Juan predicaba una
doctrina, una moral. El cristianismo es otra cosa: un encuentro ‑que tendrá,
por supuesto, derivaciones morales‑ pero que es fundamentalmente eso:
encuentro, personal, íntimo, de tú a tú, con Jesucristo nuestro Señor. Y por
eso el evangelio calla y no nos dice nada de cómo se produjo ese encontrarse,
ese ver, ese contacto. Esas son experiencias que no se pueden explicar, que ha
de vivir cada uno, que aún los grandes místicos que intentaron transmitirlas lo
hacían sabiendo que sus palabras y descripciones estaban lejísimos de lo que
realmente habían vivido.
Pero noten que ésta es
toda la finalidad de la Iglesia, de los curas, de los sacramentos. Como Juan el
Bautista, señalarles a Jesús: "Ese es el Cordero de Dios", y allí
quedarnos, en el umbral de lo verdaderamente importante: que es el que cada uno
encuentre el amor de Dios mediante Cristo, en la intimidad inviolable de su
corazón, allí donde no puede entrar ni siquiera el Papa.
Y yo les digo que un
cristiano que no llegara a ello, por más que supiera de cabo a rabo el
catecismo o aún la Suma Teológica, o recibiera ritualmente los sacramentos, o
viviera ascéticamente su existencia y cumpliera todos los formularios...
todavía no sería cristiano: sería discípulo de Juan, bautizado en agua,
estacionado en el Antiguo Testamento...
Yo no sé si habrá hoy mucha ascética ‑más bien, pienso, lo contrario‑ pero lo que ciertamente falta es mística: retiros, oración, meditación. Todos los días largos minutos delante de Jesús. Inundarnos, revestirnos, contagiarnos de Él; enamorarnos de Dios en María y en Jesús... Los mandamientos, la ascesis, vendrán luego fácilmente y por añadidura o, sin Cristo, tarde o temprano se transformarán en rutinas farisaicas, áridas e insoportables y caedizas a la primera de cambios...
Es curioso cómo en este pasaje del evangelio de hoy recurre el verbo ver, mirar ‑seis veces‑. El tema, 'el leitmotiv de la mirada'. Juan, los discípulos, que miran a Jesús, que vieron donde vivía, Andres que mira a Simón y, sobre todo, Jesús que los mira a ellos... Como si el verbo decir, las palabras, no bastaran: ¡la elocuencia de la mirada! Esa mirada que no puede ser, como el hablar, impersonal, a través de los micrófonos o a la multitud: tiene que ser a los ojos, personal, exclusiva...
¿Hemos intercambiado alguna vez realmente miradas con Jesús, sostenido nuestra vista frente a sus ojos? Reconociéndolo, viéndolo, como a mi Dios y Señor, mi capitán, mi hermano mayor, mi grande amigo...? ¿Lo he reconocido, visto, verdaderamente jefe de mi existencia, camarada de todos mis instantes...? Y, al revés, ¿siento su mirada sobre mí? No la mirada mía, la de mis minúsculos exámenes de conciencia, la de mis sentimientos de autoestima porque todavía más o menos cumplo o la de mis mezquinos sentimientos de culpa porque me resulta insoportable aguantar mis debilidades. No: no ésta la mía, sino Su mirada. Esa que fulgura en destellos de hombre y de cielo, que me inunda y bautiza en espíritu y fuego, que a la vez me perdona y me exige, me cura y me levanta, me consuela y me espolea, me llena de paz y me conduce al combate, me toma así como soy, Simón, débil, impotente, carne y me transforma en caballero, en soldado, en dama, en santo, en piedra...
Yo no sé si habrá hoy mucha ascética ‑más bien, pienso, lo contrario‑ pero lo que ciertamente falta es mística: retiros, oración, meditación. Todos los días largos minutos delante de Jesús. Inundarnos, revestirnos, contagiarnos de Él; enamorarnos de Dios en María y en Jesús... Los mandamientos, la ascesis, vendrán luego fácilmente y por añadidura o, sin Cristo, tarde o temprano se transformarán en rutinas farisaicas, áridas e insoportables y caedizas a la primera de cambios...
Es curioso cómo en este pasaje del evangelio de hoy recurre el verbo ver, mirar ‑seis veces‑. El tema, 'el leitmotiv de la mirada'. Juan, los discípulos, que miran a Jesús, que vieron donde vivía, Andres que mira a Simón y, sobre todo, Jesús que los mira a ellos... Como si el verbo decir, las palabras, no bastaran: ¡la elocuencia de la mirada! Esa mirada que no puede ser, como el hablar, impersonal, a través de los micrófonos o a la multitud: tiene que ser a los ojos, personal, exclusiva...
¿Hemos intercambiado alguna vez realmente miradas con Jesús, sostenido nuestra vista frente a sus ojos? Reconociéndolo, viéndolo, como a mi Dios y Señor, mi capitán, mi hermano mayor, mi grande amigo...? ¿Lo he reconocido, visto, verdaderamente jefe de mi existencia, camarada de todos mis instantes...? Y, al revés, ¿siento su mirada sobre mí? No la mirada mía, la de mis minúsculos exámenes de conciencia, la de mis sentimientos de autoestima porque todavía más o menos cumplo o la de mis mezquinos sentimientos de culpa porque me resulta insoportable aguantar mis debilidades. No: no ésta la mía, sino Su mirada. Esa que fulgura en destellos de hombre y de cielo, que me inunda y bautiza en espíritu y fuego, que a la vez me perdona y me exige, me cura y me levanta, me consuela y me espolea, me llena de paz y me conduce al combate, me toma así como soy, Simón, débil, impotente, carne y me transforma en caballero, en soldado, en dama, en santo, en piedra...
Mons.
Dr. Gustavo Enrique Podestá