¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este miércoles 24 del tiempo ordinario, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (1Cor 12,31—13,13):
Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar
un camino excepcional. Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los
ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos
que aturden. Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y
todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no
soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar
vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.
El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es
mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de
la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin
límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. ¿El
don de profecía?, se acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se
acabará. Porque limitado es nuestro saber y limitada es nuestra profecía; pero,
cuando venga lo perfecto, lo limitado se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un
niño. Cuando me hice un hombre acabé con las cosas de niño. Ahora vemos
confusamente en un espejo; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por
ahora limitado; entonces podré conocer como Dios me conoce. En una palabra:
quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor.
Salmo responsorial: 32
R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el
arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con
bordones.
Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se escogió como
heredad. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de
ti.
Versículo antes del Evangelio (Cf. Jn 6,63.68):
Aleluya. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. Tú tienes palabras de vida eterna. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 7,31-35):
En aquel tiempo, el Señor dijo: «¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación? Y ¿a quién se parecen? Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza y se gritan unos a otros diciendo: ‘Os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonado endechas, y no habéis llorado’. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ‘Demonio tiene’. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: ‘Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Y la Sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos».
Comentario
Hoy, Jesús constata la dureza de corazón de la gente de
su tiempo, al menos de los fariseos, que están tan seguros de sí mismos que no
hay quien les convierta. No se inmutan ni delante de Juan el Bautista, «que no
comía pan ni bebía vino» (Lc 7,33), y le acusaban de tener un demonio; ni
tampoco se inmutan ante el Hijo del hombre, «que come y bebe», y le acusan de
“comilón” y “borracho”, es más, de ser «amigo de publicanos y pecadores» (Lc
7,34). Detrás de estas acusaciones se esconden su orgullo y soberbia: nadie les
ha de dar lecciones; no aceptan a Dios, sino que se hacen su dios, un dios que
no les mueva de sus comodidades, privilegios e intereses.
Nosotros también tenemos este peligro. ¡Cuántas veces lo criticamos todo: si la
Iglesia dice eso, porque dice aquello, si dice lo contrario...!; y lo mismo
podríamos criticar refiriéndonos a Dios o a los demás. En el fondo, quizá
inconscientemente, queremos justificar nuestra pereza y falta de deseo de una
verdadera conversión, justificar nuestra comodidad y falta de docilidad. Dice
san Bernardo: «¿Qué más lógico que no ver las propias llagas, especialmente si
uno las ha tapado con el fin de no poderlas ver? De esto se sigue que,
ulteriormente, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son
llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas».
Hemos de dejar que la Palabra de Dios llegue a nuestro corazón y nos convierta,
dejar cambiarnos, transformarnos con su fuerza. Pero para eso hemos de pedir el
don de la humildad. Solamente el humilde puede aceptar a Dios, y, por tanto,
dejar que se acerque a nosotros, que como “publicanos” y “pecadores”
necesitamos que nos cure. ¡Ay de aquél que crea que no necesita al médico! Lo
peor para un enfermo es creerse que está sano, porque entonces el mal avanzará
y nunca pondrá remedio. Todos estamos enfermos de muerte, y solamente Cristo
nos puede salvar, tanto si somos conscientes de ello como si no. ¡Demos gracias
al Salvador, acogiéndolo como tal!
Rev. D. Xavier SERRA i Permanyer (Sabadell, Barcelona, España)
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