¡Amor y paz!
Ha llegado la ‘hora’ de Jesús: el día de su entrega. Y hoy Jueves Santo, el relato del lavatorio de los pies ocupa, en el evangelio de Juan, el que en los otros evangelios ocupa el relato de la institución de la Eucaristía. Este lavatorio era un servicio que, en tiempos de Jesús, se prestaba obligatoriamente al huésped por obra de un esclavo no judío o de una mujer (la esposa al marido, y la hija al padre). Era un gesto hospitalario de acogida. Y Jesús lo realizó con sus discípulos como signo de entrega total.
Con su entrega, Jesucristo revela la plenitud del amor de Dios a todos los seres humanos y, como consecuencia de esto, debe brotar el amor fraternal de los hombres entre sí y el amor filial para con Dios.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, que será proclamado hoy Jueves Santo, en la Misa de la Cena del Señor (In Cena Domini).
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 13,1-15.
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.
Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.
Comentario
Hay, en la base de todo lo que celebramos hoy, dos entregas; dos entregas de signos bien distintos y, evidentemente, de resultados opuestos. Una es la entrega de Judas. La traición y el beso hipócrita son su esencia, sus componentes. El móvil, como siempre, unas monedas, un dinero, unas ganancias. Era más provechoso tener "liquidez" en el bolsillo, que una vida humana. Los resultados son conocidos: la prisión, el juicio, la condena... la muerte. No podía ser de otra manera; nunca es de otra manera. A diario, como entonces, se vende a personas por unas monedas y el resultado siempre es el mismo: el egoísmo, la falta de solidaridad, el recelo, la envidia... la muerte.
La otra entrega es la de Jesús; él no vende a nadie, se da él mismo; él no busca el interés, ni el dinero, ni la ganancia, sino la vida para sus amigos, el testimonio que les dará fuerza y ánimo para seguir sus pasos, la ratificación, con su carne y su sangre de que sus palabras no son sólo palabras, ni utopías, ni ilusiones, sino realidades tan auténticas y tan serias que, por ellas, se puede pagar un precio tan caro como el dar la propia vida. Y así, en ese gesto de amor que se teje sobre el pan y el vino (el alimento y la alegría, la carne y la sangre) Jesús se deja a sí mismo para permanecer siempre con los suyos, para que nunca se encuentren solos ni desamparados en medio del duro combate de la vida. Frente a uno que vende, que le vende a él por unas pocas monedas, Jesús se da, se ofrece gratuitamente; se quiere quedar para siempre con los suyos y se queda.
Vender o darse; el interés o el ofrecimiento; esa es la disyuntiva que aparece en lo que hoy conmemoramos; y esa es la disyuntiva que se nos plantea a todos y cada uno de nosotros. Al repetirse día a día en nuestro mundo -como se repite- el drama de la última cena, necesitamos saber cuál de los dos papeles queremos representar; porque sin lugar a dudas que, uno u otro, alguno de los dos vamos a ejercer. ¿En lugar de quién nos ponemos? Sería relativamente fácil que, cómodamente sentados, mientras leemos o escuchamos estas palabras, no tengamos ningún inconveniente en responder que, desde luego, nosotros nunca nos pondríamos en lugar de Judas; quizá incluso tengamos un arranque de "pseudorealismo" y lleguemos a aceptar que tampoco podemos afirmar con todas las de la ley que nos pongamos en lugar de Jesús, pero que, eso sí, estamos en ello. Si queremos responder con autenticidad, al estilo del Evangelio, tendremos que proceder de otra forma: ver en lugar de quién nos solemos poner en la vida diaria:
-¿En lugar de los desempleados que andan entre la desesperación y el abatimiento, con pocas -o ninguna- perspectiva de solución, porque el desempleo crece día a día como un imparable cáncer social?
-¿En el de esos desplazados que son vejados, rechazados, aislados, que han expulsados de las regiones donde vivían...?
-¿En lugar del anciano enviado al asilo para que no moleste en casa, del ‘niño de la calle’ o del indigente que no tienen dónde comer ni dormir?
-¿En lugar del que ha sido metido entre rejas, del drogadicto, de la madre soltera, del homosexual, de la prostituta?
Esa es la única manera válida para saber en lugar de quién nos ponemos; un método que no lo hemos inventado nosotros; son las mismas palabras de Jesús: "...porque tuve hambre y me diste de comer... cada vez que lo hacías a uno de los más pequeños, me lo hacías a mí" (/Mt/25/31-46).
Si ante la imagen de Jesús dándose a los hombres, que vemos en el Evangelio de hoy, no nos tomamos en serio nuestra conversión, si ante este Jesús que se entrega, nosotros somos incapaces de ponernos en su lugar, habrá que pensar que nuestro corazón se ha puesto muy duro y que hemos de trabajar en serio para transformarnos. (...) Porque el evangelio de hoy no es una parábola más o un milagro más, o una reflexión más, es Jesucristo mismo dándose a los hombres, e inaugurando una nueva era: la de los hijos de Dios, hermanos de los hombres.
Con base en: DABAR 1983, 22
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