martes, 23 de diciembre de 2014

Callemos para escuchar a Dios, pero luego no podremos quedarnos mudos

¡Amor y paz!

Muchas veces es necesario callar para escuchar la voz de Dios en nuestro propio interior. Debemos apropiárnosla, debemos dejarla producir fruto abundante en nosotros mismos. La Palabra que Dios pronuncia sobre nosotros, nos santifica. Y eso ha de ser como un idilio de amor, en silencio gozoso, con Aquel que nos ama.

Pero no podemos quedarnos siempre en silencio, pues nuestro silencio se haría mudez y eso no es algo que el Señor quiera de nosotros.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este martes de la Feria de Adviento: semana antes de Navidad (23 dic.)

Dios nos bendice…

Evangelio según San Lucas 1,57-66.
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.  Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él. 
Comentario

Después de experimentar la Palabra de Dios en nosotros hemos de reconocer a nuestro prójimo por su propio nombre; reconocer que, a pesar de que muchas veces le veamos deteriorado por el pecado, lleva un nombre que no podemos dejar de reconocer: es hijo de Dios por su unión a Cristo. Ese reconocimiento nos ha de llevar a hablar, no sólo con palabras articuladas con la boca, sino con el lenguaje de actitudes llenas de cariño, de amor, de respeto, dándole voz a los desvalidos y preocupándonos del bien de todos. Entonces seremos motivo de bendición para el Santo Nombre de Dios desde aquellos que reciban las muestras del amor del mismo Dios desde nosotros. Tratemos de vivir abiertos al Espíritu de Dios para que sea Él el que nos conduzca por el camino del servicio en el amor fraterno, a imagen del amor que Dios nos manifestó en Jesús, su Hijo.


Quienes participamos de la Eucaristía estamos llamados a ser motivo de bendición y no de maldición para todos los pueblos. Dios nos quiere portadores de su Evangelio. La Palabra de Dios no puede quedar oculta bajo nuestras cobardías. El Señor nos llama no sólo para instruirnos, sino para transformarnos como hijos suyos, por nuestra unión a su único Hijo, Jesús, a través del cual tenemos abierto el acceso a Dios como Padre. 

Pero no podemos sólo disfrutar de Dios de un modo personalista; Dios se ha hecho hombre para poder llegar a todos en cualquier tiempo y lugar. Y la Iglesia de Cristo tiene la responsabilidad de hacerlo presente en todas partes con su amor santificador y salvador. Una Iglesia que en lugar de ocuparse de que el Evangelio llegue a todos, se quedara muda en su testimonio, sería una comunidad de inútiles, incapaces de cumplir con la misión que el Señor nos ha confiado.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser portadores del amor de Dios tanto con nuestras palabras, como con nuestras obras y nuestra vida misma. Amén.

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