¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la primera
lectura y el Evangelio, así como el comentario, en este sábado de la 2ª semana
de Adviento.
Dios nos bendice...
Libro de
Eclesiástico 48,1-4.9-11.
Surgió como un fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha. Él atrajo el hambre sobre ellos y con su celo los diezmó. Por la palabra del Señor, cerró el cielo, y también hizo caer tres veces fuego de lo alto. ¡Qué glorioso te hiciste, Elías, con tus prodigios! ¿Quién puede jactarse de ser igual a ti? Tú fuiste arrebatado en un torbellino de fuego en un carro con caballos de fuego. De ti está escrito que en los castigos futuros aplacarás la ira antes que estalle, para hacer volver el corazón de los padres hacia los hijos y restablecer las tribus de Jacob. ¡Felices los que te verán y los que se durmieron en el amor, porque también nosotros poseeremos la vida!
Evangelio según San Mateo 17,10-13.
Al bajar del monte, los discípulos preguntaron a Jesús: "¿Por qué dicen los escribas que primero debe venir Elías?". Él respondió: "Sí, Elías debe venir a poner en orden todas las cosas; pero les aseguro que Elías ya ha venido, y no lo han reconocido, sino que hicieron con él lo que quisieron. Y también harán padecer al Hijo del hombre". Los discípulos comprendieron entonces que Jesús se refería a Juan el Bautista.
Comentario
1.1 La Biblia asocia más de una vez a Elías con el fuego (1 Re
18,25; 2 Re 1,10.12; Sir 48,1). Su palabra purifica, trae ardor de fe y provoca
incendios que propagan el celo por la causa de Dios. Quizá tal es la esencia de
este profeta: el celo, es decir, el amor que reclama sus derechos.
1.2 Este mismo ardor brilla en Juan Bautista. Como Elías, también
Juan fue perseguido por quienes tenían el poder. Su palabra no pudo ser
detenida por amenazas, y aun muerto es elocuente en su coherencia, su vigor, su
amor inquebrantable.
1.3 Es posible que a nosotros un amor así nos parezca exagerado.
Preferimos tal vez una fe sin fanatismos, sin excesos, sin mucho compromiso. El
problema de una religión así es que fácilmente se vuelve cómplice de los
intereses de los poderosos de este mundo. Una fe acostumbrada a no sufrir es
una fe acostumbrada a negociar, a evitarse problemas, a venderse por el precio
espúreo de una aparente calma. Por eso, de tanto en tanto necesitamos profetas
de fuego.
2. Profeta de los derechos de Dios
2.1 El que habla en nombre de Dios y de sus derechos se expone a
dos cosas, y ambas las sufrió el Bautista. En primer lugar, "no lo
reconocieron"; en segundo, "hicieron con él lo que quisieron".
2.2 Reconocer a los enviados de Dios es admitir sus credenciales,
que no son otras sino su fidelidad al Dios que les envía. Por eso dijo Cristo:
"Jesús exclamó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que
me ha enviado. Y el que me ve, ve al que me ha enviado".
2.3 Es un pequeño problema epistemológico el que aquí asoma: ¿cómo
saber que alguien es enviado por otro sin conocer a ese otro? Es necesario,
dirá san Juan, recibir el testimonio, y esto es lo que realizan las obras de
Cristo y de los que son de Cristo; tales obras son señales capaces de despertar
nuestra conciencia y dirigirla al conocimiento del Padre y de su enviado.
2.4 Mas los que no miran las obras ni se interesan por la
fidelidad no pueden reconocer a los enviados de Dios y por eso sólo les
interesa demostrar que tienen más poder que los profetas. Maltratando al
profeta, o incluso matándolo, pretenden demostrar que no tiene poder alguno.
Mas su inicuo obrar lo único que prueba es que Dios prefiere instrumentos
frágiles, pues no quiere revelarse en la ostentación sino ne la sencillez.
3. Cristo en su pasión
3.1 Nuestro Señor anuncia su propio destino, que seguirá la regla
común a los enviados. Tampoco a Cristo se le reconocerá como enviado, y también
a él le tratarán a su antojo. Estremece pensar que la pasión del Señor es un
punto más en la larga serie de los que han sido desconocidos y torturados. Su
sangre recoge la sangre de tantos otros.
3.2 La Eucaristía, pues, es la
catequesis suprema de la constancia en la misión. Cristo, el Misionero por
excelencia, revela en su Cuerpo "entregado" y en su Sangre
"derramada" el precio de la fidelidad al Dios que es digno de toda
honra y de todo amor.
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