¡Amor y paz!
En la época de estudiantes, muchos sueñan con
cambiar el mundo. Sin embargo, tan pronto como obtienen algún triunfo personal,
consiguen un buen empleo y se ganan unos cuantos dólares olvidan sus ideales y
se dejan absorber por la sociedad que algún día quisieron transformar.
Algo parecido debió ocurrirle al apóstol Pedro
cuando, habiendo subido al monte Tabor, alcanzó a experimentar la gloria de Jesucristo
transfigurado. Después de eso, ¿para qué
volver? "Señor, ¡qué bien estamos aquí!” le dijo a Jesús. Cuando aún decía
esto, se oyó la voz del Padre que pidió escuchar a su Hijo.
Sólo a partir de reconocer a Jesús como Hijo de
Dios y de en verdad escucharlo podremos levantarnos, dejar el miedo y ponernos en camino para retomar
la misión que Él nos encomendó a cada uno.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este Domingo de la
2ª semana de Cuaresma.
Dos los bendiga…
Evangelio según San Mateo 17,1-9.
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo". Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos".
Comentario
Estamos ya acostumbrados a ver cómo personas que
estaban dispuestas a comerse el mundo llegan a la cima -aunque sólo sea la cima
de la colina más insignificante- y establecen en ella su residencia definitiva
y, desde tan alta cumbre, acaban olvidándose de sus anteriores inquietudes
sociales, de su ya antiguo ímpetu transformador de esta sociedad o de esta
Iglesia, de sus viejas poses revolucionarias... Parece como si, habiendo
llegado ellos a la cima y lograda su gloria, el mundo ya estuviera salvado.
El camino
de la gloria
Jesús acababa de anunciar a sus discípulos que el
Mesías tenía que "ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores,
sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día"; y
se había visto obligado a enfrentarse con dureza a la actitud de Pedro, que
quiso torcer su camino (16, 21-22). Igualmente había anunciado que quienes quisieran
seguirlo deberían estar dispuestos a correr una suerte similar: "El que
quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y me
siga" (16, 25). Este doble anuncio suponía para los discípulos de Jesús
una gran desilusión. Ellos, apoyados en su ley y en sus profecías, esperaban
que el día del Mesías sería glorioso para él y sus seguidores, a la vez que
terrible para sus adversarios. Y Jesús les hablaba de padecer, de ser
ejecutado, de perder la vida...
Jesús, para mostrarles adonde conducía su camino,
escoge a los tres discípulos más recalcitrantes y los hace partícipes de una
experiencia que demuestra que la entrega por amor hasta la muerte es el sendero
que lleva hasta la gloria del Hombre: "... se llevó Jesús a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan y subió con ellos a un monte alto y apartado. Allí
se transfiguró delante de ellos; su rostro brillaba como el sol y sus vestidos
se volvieron esplendentes como la luz".
En la
cima del monte alto
Jesús los conduce a la cima de un monte alto, el
lugar de la presencia y de la manifestación de Dios; y allí les muestra
anticipadamente su meta: la entrega-hasta-la-muerte no es el camino del
fracaso, sino el del verdadero triunfo. La vida de Jesús y la de sus seguidores
se desarrollará en medio de conflictos y persecuciones; aparentemente, según se
entiende en este mundo el éxito y el fracaso, el fruto de sus esfuerzos será la
frustración; pero al final "los justos brillarán como el sol en el Reino
del Padre", como había dicho Jesús anteriormente (13, 43).
La ley y
los profetas
Mientras están participando de esta experiencia,
aparecen en escena dos nuevos personajes: Moisés y Elías. Ellos representan la
antigua religión judía: la ley (Moisés) y los profetas (Elías). Y hablan con
Jesús, que va a dar cumplimiento definitivo a las antiguas promesas. El momento
parece inmejorable a Pedro -otra vez Pedro- para detener la historia y
olvidarse de los problemas y sufrimientos del género humano: ".. Si
quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías". todo lo que él quería se encontraba en aquel momento allí
presente: Moisés y Elías, su pasado, sus tradiciones, sus esperanzas, y Jesús,
a quien había dado su adhesión, la realización de sus esperanzas. Juntos su
pasado, su presente y su futuro. Y todo sin tener que romper con nada. Y todo
sin tener que arriesgar nada.
Escúchenlo
Ante la actitud de Pedro -muy valiente de palabra,
pero dispuesto a dormirse en los laureles en cuanto se le presenta la ocasión-,
ni Dios puede permanecer callado. Y hace oír su voz: "Este es mi Hijo, a
quien yo quiero, mi predilecto. Escúchenlo". A él sólo. Si Dios se había
dirigido anteriormente a los hombres por medio de Moisés y Elías, eso pertenece
a una época ya superada de sus relaciones con la humanidad. Ahora la voz de
Dios sólo puede oírse cuando habla Jesús, el Hijo de Dios, en el que reside y
se manifiesta el amor del Padre. Todo lo demás es relativo. Todo. Todas las
palabras y todas las voces.
Levántense
Nadie puede andar hacia atrás la propia historia. Y
tampoco se puede detener el presente. El presente hay que arriesgarlo y así
construir el futuro. Jesús acabará triunfando, glorioso: pero después de
terminar su camino, después de su muerte. Y, ¡Atención!, que no es que Dios
exija la muerte de su Hijo. Como tampoco exige sufrimientos de nadie. Dios nos
ofrece vida, su vida, a cambio de dolor. Lo que sucede es que para participar
de la gloria de Dios hay que parecerse a él. Y Dios es amor. Y el amor es
siempre perseguido por quienes son esclavos del egoísmo, del odio, de la
ambición, del deseo de poder. O por quienes en el lugar del corazón tienen un
código de piedra.
Levántense, les dice Jesús. Hay que seguir
caminando. Hay que dar a conocer al mundo esta clase de amor. hay que enseñar
que el Padre, al que ya no hay que temer, es el verdadero Dios. Hay que
explicar a los hombres de todas las razas que, por encima de sus leyes y sus
profetas particulares, es posible quererse como hermanos. Y, estando el mundo
como está..., no podemos permitirnos el lujo de quedarnos dormidos en nuestros
laureles y esconder al mundo esta gran noticia. Hay que seguir, aunque nos
cueste la vida. El amor que quede aquí y la vida que conservaremos serán
nuestra gloria y nuestro triunfo: resucitará y renacerá el Hombre. Y así fue. Y
así puede ser todavía.
Rafael J. García Avilés
Llamados a ser libres. Ciclo A
Edic. El Almendro Córdoba 1989.Pág.45ss.