¡Amor y paz!
La figura de Ana, que
parece no tener relevancia alguna, nos puede hacer pensar en la dedicación
callada a Dios, en el espíritu atento a sus llamadas y manifestaciones, en la
alegría de la salvación que siempre se nos muestra. Y también en lo que todos
podemos aprender de los ancianos.
El final del evangelio nos
hace mirar a Jesús que va creciendo y aprendiendo. Los largos años de Nazaret
son años de camino oculto: aprendiendo de sus padres y maestros, yendo a la
sinagoga, llenándose de Dios. Es una vida normal como la nuestra, que vale la
pena vivir como él la vivió.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este 6º. Día de la Octava de
Navidad.
Dios los bendiga...
Evangelio según San Lucas 2,36-40.
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Comentario
Hoy, José y María acaban
de celebrar el rito de la presentación del primogénito, Jesús, en el Templo de
Jerusalén. María y José no se ahorran nada para cumplir con detalle todo lo que
la Ley prescribe, porque cumplir aquello que Dios quiere es signo de fidelidad,
de amor a Dios.
Desde que su hijo —e Hijo
de Dios— ha nacido, José y María experimentan maravilla tras maravilla: los
pastores, los magos de Oriente, ángeles... No solamente acontecimientos
extraordinarios exteriores, sino también interiores, en el corazón de las
personas que tienen algún contacto con este Niño.
Hoy aparece Ana, una
señora mayor, viuda, que en un momento determinado tomó la decisión de dedicar
toda su vida al Señor, con ayunos y oración. No nos equivocamos si decimos que
esta mujer era una de las “vírgenes prudentes” de la parábola del Señor (cf. Mt
25,1-13): siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que es la
voluntad de Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la encuentra
a punto. Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo recompensa
con creces. ¡Preguntatle, preguntatle a Ana si ha valido la pena tanta oración
y tanto ayuno, tanta generosidad!
Dice el texto que «alababa
a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén»
(Lc 2,38). La alegría se transforma en apostolado decidido: ella es el motivo y
la raíz. El Señor es inmensamente generoso con los que son generosos con Él.
Jesús, Dios Encarnado,
vive la vida de familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar,
aprender, rezar, jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y
se fortalecen casi sin darse cuenta la almas de los hombres de Dios! ¡Cuán
importantes son las cosas pequeñas de cada día!
Rev. D. Joaquim Fluriach
Domínguez (St. Esteve de Palautordera-Bcn, España)