sábado, 8 de agosto de 2009

SÓLO UNA FE AUTÉNTICA NOS HARÁ MISERICORDIOSOS

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio, en este sábado de la 18ª. semana del tiempo ordinario.

Recordemos la actitud que debemos observar al leer la Palabra de Dios y la oración que podemos hacer antes y que se encuentra en la columna de la derecha, en esta página.

Evangelio según San Mateo 17,14-20.

Cuando se reunieron con la multitud, se le acercó un hombre y, cayendo de rodillas, le dijo: "Señor, ten piedad de mi hijo, que es epiléptico y está muy mal: frecuentemente cae en el fuego y también en el agua. Yo lo llevé a tus discípulos, pero no lo pudieron curar". Jesús respondió: "¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganmelo aquí". Jesús increpó al demonio, y este salió del niño, que desde aquel momento quedó curado. Los discípulos se acercaron entonces a Jesús y le preguntaron en privado: "¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?". "Porque ustedes tienen poca fe, les dijo. Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: 'Trasládate de aquí a allá', y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes".

Reflexión

Jesús desciende del monte donde vivió la gran experiencia de la transfiguración y se enfrenta a la falta de fe de sus discípulos. Moisés también había experimentado la falta de fe de Israel al bajar del monte, tras la manifestación de Dios en el Sinaí (Ex 32). Los israelitas se desesperaron ante la demora de Moisés y se fabricaron un ídolo al que decidieron adorar; los discípulos de Jesús fracasaron al intentar curar a un epiléptico.

A nosotros nos puede pasar algo similar: nos enfrentamos con fe tímida, más bien entumida, a las tantas urgencias y carencias de la vida presente y resolvemos olvidarnos o ‘reemplazar’ a Dios. O, desprovistos de la alianza con Él, no somos capaces de reconocer o ir en ayuda de los seres humanos necesitados que nuestro Padre nos ha dado como hermanos.

Se necesita de nuestro trabajo, pero también de la confianza en el Señor. San Ignacio de Loyola, cuya fiesta acabamos de celebrar, decía: Actúa como si todo dependiera de ti, confía como si todo dependiera de Dios; un principio que nos remite a lo que alguna vez dijo Ernst Bloch: “Sean ustedes hombres, y Dios será Dios”.


Este principio nos enfrenta con ciertas maneras de proceder en la vida. Hay ocasiones en que tendemos a “dejarle todo a Dios”, cruzándonos de brazos; o bien, adoptamos actitudes voluntaristas con las que intentamos atribuirnos todo, por méritos, esfuerzos. Sin embargo, el sentido de esta máxima ignaciana nos ubica, por una parte, desde nuestra responsabilidad histórica, para poner todo lo que está de nuestra parte, sabiendo que en última instancia las cosas más valiosas de la vida son gratuitas. Dios no nos suplanta sino que actúa a través de nosotros.

El enérgico llamado de Jesús a sus discípulos en el Evangelio es a que acrecienten la fe, ya que de otro modo no serán capaces de hacer presentes los signos del Reino.

Podemos comprobar en otros episodios de la vida del Señor que Él suele atribuir los milagros que realiza a que encuentra en los beneficiarios una fe a toda prueba: “tu fe te ha salvado”, así como cuando no halla fe se admira de la incredulidad y no puede hacer muchos milagros ahí (cf. Mc 6,5-6).

En síntesis, como hemos reflexionado en otras ocasiones, nuestra fe no debe estar supeditada a los milagros que obtengamos. Debemos orar y confiar para alcanzar la misericordia divina, pero también hemos de ocuparnos en trasladar aquella “montaña”, que no está fuera sino dentro de nosotros: montañas de egoísmo, autosuficiencia, insensibilidad hacia los otros, materialismo, sensualidad...

Dios los bendiga...