¡Amor y paz!
El mundo no nos habla de
Dios. Por lo menos, no el mundo que nos tocó vivir. Incluso los que hablan de Dios
corren el riesgo de ser burlados o perseguidos o, cuando menos, ignorados.
Ahora son los medios, la publicidad y las redes sociales los que marcan la
pauta. Podríamos decir: “Dime qué lees, qué escuchas, de qué hablas y te diré
quién eres”.
Sin embargo, aunque los mass media orienten los pensamientos, acciones e intereses de
muchos, los hogares siguen teniendo una gran influencia en la formación de las
personas, y entre ellos hay un ser fundamental, de cuya guía depende en gran
medida no sólo la marcha del hogar sino de la sociedad: la madre.
Lo anterior viene a
colación debido a que hoy celebramos dos acontecimientos: la solemnidad de la
Ascensión del Señor y el Día de las Madres. Antes de subir al cielo, Jesús enseñó
a sus discípulos y les dijo: “Ustedes son testigos de todo esto”. Los que nos consideramos
seguidores del Señor debemos dar testimonio de Él. Y es en la familia donde se
comienza a ser testigo de Jesús en un mundo que no nos habla de Él. Gracias,
mamás, por habernos hablado de Jesús. Gracias por haber comprendido que no sólo de pan material vive el hombre.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 24,46-53.
Jesús dijo a sus discípulos: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto. Ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de arriba.» Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos (y fue llevado al cielo. Ellos se postraron ante él.) Después volvieron llenos de gozo a Jerusalén, y continuamente estaban en el Templo alabando a Dios.
Comentario
En el libro de Jean
Canfield y Mark Victor Hansen, Sopa de pollo para el alma,
publicado en 1995, se cuenta una historia parecida a esta: Era una soleada
tarde de domingo en una ciudad apartada de la capital del país. Un buen amigo
mío salió con sus dos hijos a pasear un rato para aprovechar la belleza del
paisaje y el aire fresco de la tarde. Llegaron a las afueras de la ciudad,
donde estaba acampado un pequeño circo que ofrecía sus funciones con mucho
éxito. Mi amigo le preguntó a sus hijos si querían disfrutar del espectáculo
aquella tarde. Los niños, sin dudarlo, dieron un brinco de alegría y se
dispusieron a gozar. Mi amigo se acercó a la ventanilla y preguntó: –¿Cuánto
cuesta la entrada? – Diez mil pesos por usted y cinco mil por cada niño mayor
de seis años – contestó el taquillero. – Los niños menores de seis años no
pagan. ¿Cuántos años tienen ellos? – El abogado tiene tres y el médico siete,
así que creo que son quince mil pesos – dijo mi amigo. – Mire señor – dijo el
hombre de la ventanilla – ¿se ganó la lotería o algo parecido?
Pudo haberse
ahorrado cinco mil pesos. Me pudo haber dicho que el mayor tenía seis años; yo
no hubiera notado la diferencia. – Sí, puede ser verdad – replicó mi amigo –
pero los niños sí la hubieran notado.
Dar testimonio de las
cosas de Dios en medio de este mundo, es la tarea que nos dejó el Señor antes
de su Ascensión a los cielos. “Comenzando desde Jerusalén, ustedes deben dar
testimonio de estas cosas. Y yo enviaré sobre ustedes lo que mi Padre prometió.
Pero ustedes quédense aquí, en la ciudad de Jerusalén, hasta que reciban el
poder que viene del cielo. Luego Jesús los llevó fuera de la ciudad, hasta
Betania, y alzando las manos los bendecía. Y mientras los bendecía, se apartó
de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de adorarlo, volvieron a
Jerusalén muy contentos. (...)”.
En cada circunstancia de
nuestra vida, tenemos que descubrir la mejor manera de dar testimonio del
Señor. No siempre es fácil. Ya sea porque es más cómodo asumir actitudes
distintas a las que se esperan de un seguidor del Señor, o porque nuestras
limitaciones y nuestro pecado nos hacen incapaces para responder con amor, con
perdón, con misericordia. Es especialmente difícil dar testimonio de las cosas
de Dios delante de los que tenemos más cerca. Ellos nos conocen y saben muy
bien dónde nos talla el zapato. En esos casos, tenemos que pedirle a Dios que
nos regale su gracia para ser fieles.
Muchos hombres y mujeres,
a lo largo de la historia de la Iglesia , han dado testimonio de las cosas de
Dios, con su propia vida. A nosotros tal vez no se nos pida tanto. Pero,
ciertamente, podemos escoger el camino fácil de pasar agachados cuando los
demás esperan de nosotros un comportamiento coherente con nuestra vida
cristiana, o asumir las consecuencias que trae el ser discípulos de un maestro
que estuvo dispuesto a dar su vida por los demás, antes de apartarse del camino
que Dios, su Padre, le señalaba.
El Señor nos dejó como sus representantes aquí en la
tierra para continuar su obra en medio de nuestras familias y de la sociedad en
la que vivimos. Pidámosle que en los momentos clave, seamos capaces de
responder como él lo espera. Porque, aunque algunos no lo crean, la diferencia
sí se nota...
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.*
Sacerdote
jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia
Universidad Javeriana – Bogotá