¡Amor y paz!
Se ha dicho con razón que las palabras mueven, pero
el ejemplo arrastra. Y Jesús, llegada la
hora de su pasión, concreta con un gesto el mandamiento principal del amor, en
el que el siempre ha insistido y en el que ha basado su predicamento. Lavarle
los pies a sus discípulos no sólo es un gesto de amor, sino de humidad y de servicio.
Está dado el ejemplo: de nosotros depende si lo
ponemos práctica con nuestros recursos y a nuestra manera o lo dejamos como un
hecho anecdótico que recordamos de cuando en vez.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este Jueves Santo en la Cena del Señor.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Juan 13,1-15.
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?". Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás". "No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte". "Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos". El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios". Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes."
Comentario
Un buen educador no es aquel que transmite más
conocimientos, sino aquel que ayuda a los demás a adquirir los conocimientos
necesarios para vivir una vida feliz. Decimos generalmente que es mejor
‘enseñar a pescar que dar el pescado’. No se pueden dar las cosas hechas. Cada
uno tiene la tarea de construir su propio camino. En la medida en que vamos
haciendo nuestro propio camino, vamos valorando lo que alcanzamos y continuamos
siempre más adelante. La educación, como la caridad, si despierta en los otros
las propias potencialidades, es más duradera y termina forjando seres humanos
más autónomos y capaces de buscarse los medios que necesitan para vivir
dignamente.
El Señor Jesús, la víspera de su pasión, quiso
enseñarnos los fundamentos de la caridad que construye seres humanos plenos, a
su medida. Como el mejor educador, no se contentó con anunciar un estilo nuevo
de relaciones, ni de señalar conceptualmente las características de la nueva
sociedad que invita a soñar. Dicen que el ejemplo no es la mejor manera de
enseñar… es la única. Por eso, nos dio el mejor ejemplo de la caridad que debe
regir nuestras relaciones interpersonales y comunitarias. No sólo ‘dijo’ lo que
debíamos hacer, sino que ‘hizo’ lo que consideraba fundamental para la
edificación de su cuerpo. “Mientras estaban cenando, se levantó de la mesa, se
quitó la capa y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en una
palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la
toalla que llevaba en la cintura”.
Ante la contundencia de esta forma de enseñar, no
queda otra alternativa que lanzarse a buscar en nuestro propio contexto, la
manera como podemos perpetuar la calidad de esta forma nueva de enseñar y la
esplendidez de esta caridad que edifica a los demás y crea lazos de comunión
que sobrepasan los límites de lo humano, para construir relaciones divinas
entre los seres humanos. La lista de preguntas puede ser interminable.
San Ignacio de Loyola, en su “Contemplación para
alcanzar amor”, que es el broche de oro con el que cierra los Ejercicios
Espirituales, afirma que si se quiere hablar de amor, hay que advertir, en
primer lugar, dos cosas: “La primera es que el amor se debe poner más en las
obras que en las palabras. La segunda: el amor consiste en comunicación de las
dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o
de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera
que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y
así el otro al otro” (EE 230-231).
Después de estas dos advertencias, va conduciendo
al ejercitante en una espiral, cada vez más intensa de amor, que se hace obras
y que se hace comunicación... Le pide al ejercitante que traiga a la memoria
“los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares,
ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto
me ha dado de lo que tiene, y, como consecuencia, cómo el mismo Señor desea
dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina” (EE 234). Y con esto,
invita al que hace Ejercicios a que considere “con mucha razón y justicia lo
que yo debo de mi parte ofrecer y dar a su divina majestad, es a saber, todas
mis cosas y a mí mismo con ellas” (Ibíd.).
Más adelante, invita a “mirar cómo Dios habita en
las criaturas: en los elementos dándoles el ser, en las plantas dándoles la
vida vegetativa, en los animales la vida sensitiva, en los hombres dándoles
también la vida racional; y así en mí dándome el ser, la vida, los sentidos, y
la inteligencia; asimismo habita en mí haciéndome templo, pues yo he sido
creado a imagen y semejanza de su divina majestad” (EE 235).
El tercer paso que invita a dar es “considerar cómo
Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas sobre la tierra; esto
es, se comporta como uno que está trabajando. Así en los cielos, elementos,
plantas, frutos, ganados, etc., dándoles el ser conservándoles la vida
vegetativa y sensitiva, etc.” (EE 236).
Es, como decía más arriba, un espiral cada vez más
intenso de amor de parte de Dios hacia la humanidad, que invita a responder de
la misma manera, cada vez más intensa... Frente a un Dios que no sólo me regala
cosas, sino que se regala él mismo, haciéndose presente en esas cosas y
haciéndose presente no pasivamente, sino trabajando en esas cosas y en toda la
realidad, no queda otra alternativa que entregarse también a los demás con la
misma intensidad con la que Dios se me regala...
Podríamos decir que Dios ha escogido la mejor (manera)
que existe de dar un regalo. Un regalo puede darse mandando a alguien a que
compre una torta en un almacén y se la lleve a una determinada persona a quien
quiero expresarle mi afecto... También puedo ir al almacén y comprar los
ingredientes para hacer una torta; hacerla y luego enviarla con alguien a esa
persona que quiero... Incluso, puedo comprar los ingredientes y hacer la torta
y luego ir a llevarla personalmente... Son formas cada vez más intensas de dar
un regalo... Pero la forma escogida por Dios, la sublime forma de dar un regalo
es ponerse encima un moñito e ir y entregarse a la persona que uno ama... El
regalo que nos da Dios es él mismo; por eso el regalo que nos pide que le demos
no son cosas sino a nosotros mismos...
El gesto de Jesús en la última cena es una
invitación para que nosotros mismos nos ofrezcamos en el servicio a los que
tenemos al lado y a los que más nos necesitan. Dejemos que esta forma de educar
y de vivir la caridad nos cautive. Hagamos nuestra esta forma de vivir la
educación y la caridad.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la
Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá