¡Amor y paz!
Vivimos bajo el influjo permanente de las palabras, sobre todo en esta ‘sociedad de la información’. En efecto,
todos los días pronunciamos palabras, leemos palabras, escribimos palabras, escuchamos
palabras. Todas cargadas de significado, unas más importantes que otras.
¿Cuáles de esas palabras son las que me persuaden? ¿Cuáles me inspiran confianza? ¿Con qué criterio las selecciono? ¿Cómo utilizo el don de la palabra? ¿Son palabras destructivas o
constructivas? ¿Llaman a la esperanza o a la desesperanza? ¿Con ellas abro caminos o cierro puertas? En fin. Qué bueno sería que analizáramos todo eso.
Y todo, a propósito del
evangelio de hoy que nos habla de las palabras que hace más de 2.000 años
pronunció Jesús y que fueron calificadas por muchos de sus discípulos como un “lenguaje
duro”, pero que para Pedro y los Doce fueron consideradas como ‘palabras de Vida eterna”. En cada uno
de nosotros está la decisión de si les damos más importancia a las palabras de hombre
o a las únicas palabras de la historia que verdaderamente son ‘Espíritu y Vida’.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este XXI Domingo del Tiempo
Ordinario. (Recuerden que entre semana leemos el evangelio según San Mateo y el
domingo, según San Juan).
Dios los bendiga…
Evangelio
según San Juan 6,60-69.
Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?". Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen". En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede". Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?". Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios".
Comentario
-¿A dónde iremos, Señor,
si Tú tienes palabras de vida eterna?». Lo dijo Pedro de todo corazón. Yo no sé
si le salió «de su carne y de su sangre» o «se lo reveló el Padre que está en
los cielos». Sólo es que me entusiasma su frase. Y quisiera emplearla como leitmotiv (idea o tema central) de mi vida y como explicación de mi vocación cristiana.
Uno ha recorrido ya muchas
etapas. Y, repasando los vaivenes de su vida, uno se da cuenta de que ha
caminado siempre envuelto en palabras, penetrado por las palabras,
orientado-desorientado por las palabras, azuzado, escandalizado, acariciado,
abrumado, halagado, engañado, confortado, desanimado, impresionado, amado por
las palabras. Y uno, a su vez, ha lanzado a los cuatro vientos, como bandadas
de palomas, miles de palabras, « ¿palabras de amor, palabras...?» Mucho me temo
que simplemente palabras, palabras, palabras.
Podríamos dibujar una
estrella con muchas puntas, dentro de la cual estaría cada uno de nosotros. En
cada punta pondríamos, por grupos, el tipo de palabras, según la influencia que
han ejercido en nosotros. Pero, para no alargar la relación, consignemos los
cuatro puntos cardinales desde los que nos han influido las palabras.
NORTE-LUZ.-¿Cómo no
reconocer las palabras orientadoras de mis padres en mi infancia y siempre, las
palabras educadoras de mis profesores, las palabras del saber y de la belleza
de mis libros que ahí están en mi biblioteca ansiosos de venir a mis manos? Sí,
he de reconocer que he recibido muchas palabras de luz, de orientación, de
formación de criterios para mi vida.
SUR-OSCURIDAD.-Pero no es
menos cierto que han llegado palabras desorientadoras que me oscurecían el
camino. ¡Cuánta palabra hipócrita y mentirosa! ¡Cuánta propaganda de lo
efímero, de lo «no» necesario como si fuera necesario! Vivimos en el mundo de
la información. Y, sin embargo, reinan la des-información, la deformación, la
malformaci6n, la antiformación.
Cualquier hombre medianamente inquieto aspira a
tener ideas claras y criterios sólidos como base de actuación. Pues, he ahí el
drama. Desde mil tribunas se nos confunde, dictándonos posturas contrarias y
contradictorias sobre un mismo tema. Y no me refiero a lo opinable y
accidental. Me refiero a cosas sustanciales y básicas. El subjetivismo más
conformista nos envuelve como una bufanda.
ESTE-AMOR.-He recibido, lo
confieso con gratitud, muchas palabras de afecto, de ternura, de comprensión,
de aliento, de solidaridad, de prudente alabanza. He recibido igualmente
palabras que han conformado mi sensibilidad, la noble reacción de mis
sentimientos. Me glorío de impresionarme y admirarme, de saber reír y saber
llorar, de emocionarme y quedarme «cortado». Me gusta tener «un corazón grande
para amar».
OESTE-DES-AMOR.-Pero me
han llegado también palabras, como vientos fríos, que querían endurecer mi
alma. Palabras de cinismo y de burla, palabras de crítica despiadada, palabras
incitadoras al odio, a la apatía, al endurecimiento personal: «Allá cada cual
con su problema. Tú, a lo tuyo». El mundo de la competitividad en que vivimos
fabrica hombres duros, ejecutivos eficaces, que vayan por la vida como
máquinas, dejando a un lado los sentimientos.
Luz y sombra, amor y
desamor. He ahí las cuatro esquinas que han encuadrado mi vida. Pero resulta
que yo también, como Pedro, me encuentro con Alguien que me dice: «Mis palabras
son espíritu y vida». Alguien que viene a mí como Palabra de Dios, que toma
labios humanos para pronunciar palabras trascendentes pero con sonidos humanos.
Alguien que, después de ser «palabra encarnada», termina siendo «pan que da la
vida eterna».
¿Qué haré, entonces, yo,
caminante perdido entre los cuatro puntos cardinales de las palabras de mi
vida? ¿No será, entonces, el momento definitivo para entregarme a Él y decirle:
«¿A dónde iré, Señor, si Tú tienes palabras de vida eterna?».
ELVIRA-1.Págs.
174 s.