¡Amor y paz!
María, la Mujer siempre
fiel a la Voluntad Divina; aquella que escuchó la Palabra de Dios y, llena de
amor, le dice al Señor: He aquí tu esclava, hágase en mí según tu Palabra, es
para nosotros el modelo de todo aquel que ha sido redimido y salvado; y no lo
es tanto por su Maternidad Divina, cuanto por su fidelidad a Dios.
Ella, más que cualquiera
de nosotros, es la que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica; por
eso es bienaventurada. Por eso se dice que, antes que concebir al Hijo de Dios para
que se hiciera hombre en su seno, lo concibió en su corazón.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este martes de la XXV Semana
del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio
según San Lucas 8,19-21.
Su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud. Entonces le anunciaron a Jesús: "Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte". Pero él les respondió: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".
Comentario
Las palabras de Jesús en
el Evangelio de hoy, más que constituir un desprecio hacia su Madre, se
convierten en un descubrir la grandeza de María ante Dios especialmente por su
amor fiel. Dios no toma tanta importancia al lugar, tal vez muy importante, que
ocupemos en su Cuerpo, que es la Iglesia, sino a nuestra fidelidad que nos hace
testigos y signos creíbles de su amor ante nuestros hermanos.
En la Eucaristía no sólo
llegamos a los umbrales del templo para celebrar a Aquel que es nuestra
reconciliación y nuestra paz; sino que por medio de Cristo Jesús nos acercamos
hasta el Misterio de Dios, y no como esclavos sino como hijos. El Señor no sólo
se nos muestra para que le demos culto, sino que nos hace entrar en comunión
con Él de tal forma que se convierte para nosotros en nuestro Camino de
salvación.
Él, a pesar de nuestras
infidelidades, nos concede el perdón y la paz. Que su vida, en nosotros, no se
convierta en esterilidad, sino que encuentre en nosotros un terreno fértil
capaz de producir abundantes frutos de salvación para que la paz, la felicidad,
la armonía y el amor, que proceden de Dios, llegue, por medio de su Iglesia, a
todos los pueblos.
El Señor nos hace
partícipes de su vida. Pero esa vida es para hacerla parte de nuestra
existencia, que manifieste nuestra fidelidad a la Palabra y al Amor recibidos
no sólo con actos de culto, sino con nuestras obras buenas, convertidas en una
continua alabanza al Nombre de Dios. Ante Dios no contará sólo el culto que le
tributemos en el templo; junto con nuestra alabanza hemos de pasar haciendo el
bien si no queremos que al final el Señor nos diga que no nos reconoce, no
tanto porque no nos hayamos sentado a su Mesa y lo hayamos escuchado por las
plazas, y en su Nombre hayamos, incluso, expulsado demonios, sino porque
nuestra vida se convirtió en un obrar la iniquidad, haciendo, así, por
desgracia, que nuestras obras personales no concordaran con aquello que
anunciábamos.
Vivamos y caminemos en la
justicia y en la paz, de tal forma que, ya desde la construcción de la ciudad
terrena, vayamos construyendo entre nosotros el Reino de Dios que, en la
eternidad llegará a su Plenitud cuando, reunidos como hijos en torno a nuestro
Padre, junto con Jesús sea Él nuestra la Paz eterna.
Que Dios nos conceda, por
intercesión de María, nuestra Madre, la gracia de vivir, a ejemplo de ella,
escuchando la Palabra de Dios y poniéndola en práctica hasta que, finalmente
alcancemos los bienes eternos y gocemos, así, de la Bienaventuranza sin ocaso.
Amén.