¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, esta vez a cargo de Joseph Ratzinger, el posteriormente Papa Benedicto
XVI. Hoy es el Miércoles de la Primera
semana de Cuaresma.
Dios nos bendice...
Dios nos bendice...
Evangelio según San Lucas 11,29-32.
Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: "Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón. El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás.
Comentario
1. Los judíos le piden a Jesús un signo, piden que
demuestre que El es verdaderamente el Mesías, aquel de quien hablan Moisés y
los Profetas. Piden un signo y, de esta manera, renuevan la tentación del
desierto: Jesús debería proporcionar una prueba palpable, es decir, la prueba
experimental que se exige en el orden de las cosas materiales, físicas.
Ahora bien, es preciso que el hombre supere el
espacio de las cosas físicas, de lo tangible, para ser redimido, para situarse
en la verdad íntima de la idea creadora de Dios; únicamente superando ese
espacio y abandonándolo puede alcanzar la certeza propia de las realidades más
profundas y eficaces: las realidades del espíritu.
Llamamos fe a ese camino que consiste en un superar
y en un abandonar. La exigencia de una demostración física, de un signo que
elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar
los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra
también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto
de fe, un acto de entrega de sí mismo.
Los judíos piden un signo. En este sentido, también
nosotros somos judíos. La teología moderna busca con frecuencia una certeza que
es propia del ámbito de las ciencias (naturales, empíricas) y, arrancando de
aquí, se ve conducida a reducir el anuncio bíblico a las dimensiones de esta
demostrabilidad. Pienso que este error, que afecta a la esfera de la certeza,
se halla en el corazón de la crisis modernista, crisis que se ha hecho de nuevo
presente después del Concilio. Detrás de semejante fenómeno se oculta un
empobrecimiento de la idea de realidad, y así, en el fondo de esta tendencia,
se da una reducción espiritual, la miopía de un corazón demasiado centrado en
la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener.
«Esta generación pide un signo». También nosotros
esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal
como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el
cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este
signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto. El
argumento de Marx, según el cual el cristianismo ha tenido tiempo suficiente
para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en
la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la
tarea echando mano de otros principios, este argumento, digo, impresiona a no
pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario
estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de
la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la
verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón
nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es
decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no
es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el
éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de
religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces
nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces
pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!
2. Jesús no rechaza todo género de signo, sino tan
sólo el signo que pide «esta generación». El Señor promete y ofrece su signo,
la certeza que verdaderamente responde a esta verdad: «Como Jonás fue un signo
para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta
generación» (Lc 11,30). Mateo introduce un acento un tanto diferente del que
aparece en el Evangelio de San Lucas: «Porque, como estuvo Jonás en el vientre
del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y
tres noches en el corazón de la tierra» (/Mt/12/40).
Comparando ambas versiones, descubrimos dos
aspectos del signo de Jonás que se renueva y llega a cumplimiento en Jesús, el
verdadero Jonás.
a) Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra
y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta
respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de
meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver
y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se
ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos
el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo
extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza
de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos?
Ver a Jesús, aprender a verlo. Estos Ejercicios nos ofrecen la ocasión de
comenzar de nuevo; y éste es, en definitiva, el único objetivo que justifica
los Ejercicios: ver a Jesús.
Contemplémoslo en su palabra inagotable;
contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los
Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta,
en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los
sacramentos, en la historia de la Iglesia.
El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una
guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y
llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la
penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace
siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a
entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han
precedido en un pasado de siglos.
Se impone aquí también otra consideración. Los
habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron
penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente.
¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar
la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte
manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la
ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era
verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron
que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad
manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el
reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un
segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés
personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo
exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer
ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás
quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la
tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las
huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus
palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas.
¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás?
También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades,
las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad
que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la
conversión?
b) Volvamos a la interpretación del signo de Jonás
según la tradición sinóptica. Mientras que San Lucas ve este signo simplemente
en la persona y en la predicación de Jesús, Mateo subraya el misterio pascual:
el profeta, que permanece tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, es
decir, en «lo profundo de los infiernos», en el abismo de la muerte, prefigura
al Mesías muerto, sepultado y resucitado por nuestra causa. La diferencia entre
ambos evangelistas no es ciertamente sustancial; el misterio pascual pertenece
a la persona de Jesús, de manera que este aspecto no se halla del todo ausente
en San Lucas. Pero San Mateo acentúa con más fuerza el misterio de la Pascua,
la fuerza creadora de Dios, que se revela y evidencia en el Señor resucitado,
en quien comienza realmente la nueva creatura, la victoria sobre la muerte, la
victoria del amor, más fuerte que el «último enemigo» (1 Cor 15,26), la muerte.
Dios inaugura en Cristo un milagro inaudito: vence a la muerte; el Jonás que ha
vuelto de «lo profundo de los infiernos» -Jesús- nos dirige la palabra:
«¡Confiad; yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Dios ha escuchado por fin la
súplica del rico epulón: «Te ruego, padre, que siquiera le envíes (es decir, a
Lázaro) a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta,
a fin de que no vengan también ellos a este lugar de tormento» (/Lc/16/28). Ha
vuelto el verdadero Lázaro; ya no tenemos únicamente a Moisés y a los Profetas;
tenemos a Jesús, que se ha levantado de entre los muertos y que nos advierte;
pero la profecía de Abraham sigue siendo verdadera: «Si no oyen a Moisés y a
los Profetas. tampoco se dejarán persuadir si un muerto resucita» (Lc 16,31).
La dureza de corazón resiste incluso al signo de Jonás, a la resurrección de
Lázaro-Jesús.
El aspecto pascual de la figura de Jonás ha sido
también subrayado por la enseñanza rabínica. Según cierta tradición, Jonás
quiso morir en el mar por la salvación de Israel. Ofreció voluntariamente su
muerte: «Tomadme y echadme al mar» (Jon 1,12). Según los rabinos, lo hizo así
porque temía que los paganos hicieran penitencia, se convirtieran y obedecieran
la palabra de Dios; de este modo, habría podido acontecer que Dios, comparando
la penitencia de los paganos con la dureza de Israel, repudiara a su pueblo. La
muerte de Jonás -de acuerdo con la tradición rabínica- fue una muerte
voluntaria por la salvación de Israel, y por esta razón fue Jonás «un justo perfecto».
El signo del verdadero justo, del justo perfecto, es la muerte voluntaria por
la salvación de los otros. Este signo nos lo ha ofrecido Jesús. El es el
verdadero justo. Su signo es su muerte. Su signo es su cruz.
Con este signo volverá al final de los tiempos, y
será este signo el juicio del mundo, el juicio de nuestra vida. Pongamos desde
ahora mismo nuestra vida bajo este signo, día tras día; aceptemos y
reconozcamos el signo de Jonás haciendo la señal de la cruz al principio y al
final de nuestras oraciones.
c) Una última observación. A Jonás le irritó la
gracia y la bondad de Dios; anunciaba el juicio y se burlaban de él. ¿No es
éste un riesgo que corren todos los devotos, un peligro al que nos hallamos
expuestos también nosotros cuando pensamos que la práctica de la fe tiene
sentido únicamente si los otros son castigados? ¿No nos decimos, tal vez: para
qué la fe si hay también gracia para los que no la tienen? De esta manera
demostramos que nuestra fe no brota del amor de Dios, sino que manifiesta más
bien un amor propio que busca tan sólo la seguridad personal. Demostramos que
no hemos entendido todavía el signo de Jonás, el signo de la cruz, de la muerte
por los demás. Recemos para que Dios nos haga comprender cada vez mejor el
signo de Jonás, el amor que vence al mundo y a la muerte.
JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 37-42
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 37-42