sábado, 14 de abril de 2012

Venzamos nuestra incredulidad y anunciemos la Buena Noticia


¡Amor y paz!

Hace ocho días acompañábamos a la Virgen María en su dolor y su esperanza. Jesús acababa de morir y confiábamos en la promesa de su Resurrección. Hoy leemos el final del Evangelio según San Marcos en el que se destaca, de una parte, la incredulidad de los discípulos ante los relatos de la Resurrección y, de otra, el consecuente reproche del Señor quien, sin embargo, les confirma el mandato de anunciar la Buena Noticia a toda la creación.

Los invito, hermanos a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este sábado de la 1ª. Semana de Pascua.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Marcos 16,9-15.
Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron. Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado. Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron. En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.
Comentario

Este relato, la primera parte del último capítulo del evangelio de Marcos, menciona brevemente las apariciones de Jesús a la Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los once. Pero la fuerza del relato recae en la incredulidad de los discípulos a quienes el Señor reprocha el no haber dado fe a quienes le habían visto. Es una clara amonestación a los creyentes que vendrían después para que crean a los testigos de la resurrección, aunque personalmente no hayan visto al Señor.

No la creyeran. No les creyeron.

Los apóstoles reciben este duro reproche: "se apareció Jesús a los once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado".

Esto es lo más importante de este relato: la incredulidad de los apóstoles. Debemos agradecer que tuvieran el corazón tan duro para aceptar lo que les decían los demás y lo que estaban viendo sus ojos. Porque nuestra fe se apoya en la fe de los apóstoles, no en la fe de los discípulos de Emaús ni en la fe de la Magdalena.

Y no hay nada en la Sagrada Escritura capaz de hacernos suponer que los apóstoles esperaran una Resurrección. Ni siquiera creían que Jesús era Dios. Los apóstoles no tuvieron fe durante la vida terrena de Jesús. Ni siquiera durmiendo el subconsciente de los apóstoles hubiera podido crear la imagen de un Dios hecho hombre que muere, resucita y se lleva tan campantemente su cuerpo al cielo.

Al contrario, bien despiertos, se resistieron siempre a aceptar esta idea y ni siquiera se rindieron ante la evidencia. Porque aunque sus ojos lo estaban contemplando creían que se trataba de un fantasma.

Las ilusiones de aquellos hombres se enterraron con Cristo en el sepulcro. Pero todo cambia radicalmente. Solamente la presencia de Jesús resucitado pudo ser la causa de este milagro moral de hacer vibrar de nuevo aquellos corazones con más osadía que antes, y hacerlos capaces de dar un testimonio a favor de la realidad de un Jesús vivo, con el cual ellos han convivido después de su muerte.

Los apóstoles aparecen como incrédulos, mientras que junto a ellos, otros discípulos, hombres y mujeres, poseen la fe y la proclaman.

Y ocurre algo que no encaja perfectamente en nuestros esquemas mentales; si las mujeres y los discípulos dan muestras de más fe que los apóstoles y si Cristo reprocha a estos últimos su incredulidad y la dureza de su corazón, sin embargo, es a ellos -y no a los discípulos fieles- a quienes Cristo confía la responsabilidad de la misión, porque el versículo siguiente a este texto del evangelio dice: "Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará".

Los que salen a proclamar el evangelio por todo el mundo son unos individuos doblemente culpables. Culpables de haber abandonado al Maestro en la Pasión y culpables de incredulidad después de su resurrección.

Precisamente a estos discípulos que han fracasado estrepitosamente en estas dos pruebas decisivas, es a quienes se ordena: Id por todo el mundo hablando de mí. Difícilmente puede expresarse mejor la realidad del que predica el evangelio: es el hombre que lleva un mensaje que no le pertenece, que no es fruto de su propio terreno, y además está siempre sostenido por la fuerza de Otro; si deja de apoyarse en esa fuerza vuelve otra vez a su traición y a su incredulidad, que es la cosecha de su propio corazón. Por eso tiene que proclamar el evangelio; no por ser el mejor o el más inteligente; sino por ser un pecador que ha obtenido el perdón; por ser un incrédulo que ha sido liberado de su incredulidad.