¡Amor
y paz!
Hace
ocho días acompañábamos a la Virgen María en su dolor y su esperanza. Jesús
acababa de morir y confiábamos en la promesa de su Resurrección. Hoy leemos el
final del Evangelio según San Marcos en el que se destaca, de una parte, la
incredulidad de los discípulos ante los relatos de la Resurrección y, de otra, el
consecuente reproche del Señor quien, sin embargo, les confirma el mandato de
anunciar la Buena Noticia a toda la creación.
Los
invito, hermanos a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este sábado
de la 1ª. Semana de Pascua.
Dios
los bendiga…
Evangelio
según San Marcos 16,9-15.
Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron. Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado. Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron. En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.
Comentario
Este
relato, la primera parte del último capítulo del evangelio de Marcos, menciona
brevemente las apariciones de Jesús a la Magdalena, a los discípulos de Emaús y
a los once. Pero la fuerza del relato recae en la incredulidad de los
discípulos a quienes el Señor reprocha el no haber dado fe a quienes le habían
visto. Es una clara amonestación a los creyentes que vendrían después para que
crean a los testigos de la resurrección, aunque personalmente no hayan visto al
Señor.
No la
creyeran. No les creyeron.
Los
apóstoles reciben este duro reproche: "se apareció Jesús a los once,
cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de
corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado".
Esto
es lo más importante de este relato: la incredulidad de los apóstoles. Debemos
agradecer que tuvieran el corazón tan duro para aceptar lo que les decían los
demás y lo que estaban viendo sus ojos. Porque nuestra fe se apoya en la fe de
los apóstoles, no en la fe de los discípulos de Emaús ni en la fe de la
Magdalena.
Y no
hay nada en la Sagrada Escritura capaz de hacernos suponer que los apóstoles
esperaran una Resurrección. Ni siquiera creían que Jesús era Dios. Los
apóstoles no tuvieron fe durante la vida terrena de Jesús. Ni siquiera durmiendo
el subconsciente de los apóstoles hubiera podido crear la imagen de un Dios
hecho hombre que muere, resucita y se lleva tan campantemente su cuerpo al
cielo.
Al
contrario, bien despiertos, se resistieron siempre a aceptar esta idea y ni
siquiera se rindieron ante la evidencia. Porque aunque sus ojos lo estaban
contemplando creían que se trataba de un fantasma.
Las
ilusiones de aquellos hombres se enterraron con Cristo en el sepulcro. Pero
todo cambia radicalmente. Solamente la presencia de Jesús resucitado pudo ser
la causa de este milagro moral de hacer vibrar de nuevo aquellos corazones con
más osadía que antes, y hacerlos capaces de dar un testimonio a favor de la
realidad de un Jesús vivo, con el cual ellos han convivido después de su
muerte.
Los
apóstoles aparecen como incrédulos, mientras que junto a ellos, otros
discípulos, hombres y mujeres, poseen la fe y la proclaman.
Y
ocurre algo que no encaja perfectamente en nuestros esquemas mentales; si las
mujeres y los discípulos dan muestras de más fe que los apóstoles y si Cristo
reprocha a estos últimos su incredulidad y la dureza de su corazón, sin
embargo, es a ellos -y no a los discípulos fieles- a quienes Cristo confía la
responsabilidad de la misión, porque el versículo siguiente a este texto del evangelio
dice: "Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará".
Los
que salen a proclamar el evangelio por todo el mundo son unos individuos
doblemente culpables. Culpables de haber abandonado al Maestro en la Pasión y
culpables de incredulidad después de su resurrección.
Precisamente
a estos discípulos que han fracasado estrepitosamente en estas dos pruebas
decisivas, es a quienes se ordena: Id por todo el mundo hablando de mí.
Difícilmente puede expresarse mejor la realidad del que predica el evangelio:
es el hombre que lleva un mensaje que no le pertenece, que no es fruto de su
propio terreno, y además está siempre sostenido por la fuerza de Otro; si deja
de apoyarse en esa fuerza vuelve otra vez a su traición y a su incredulidad,
que es la cosecha de su propio corazón. Por eso tiene que proclamar el
evangelio; no por ser el mejor o el más inteligente; sino por ser un pecador
que ha obtenido el perdón; por ser un incrédulo que ha sido liberado de su
incredulidad.