¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, con el método de
la lectio divina, en este jueves de la segunda
semana de Pascua.
Dios
nos bendice...
LECTIO
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5,27-33
27 En aquellos días,
los guardias hicieron entrar a los apóstoles para que comparecieran ante el
Sanedrín, y el sumo sacerdote les preguntó:
28 - ¿No os prohibimos
terminantemente enseñar en nombre de ése? Y, sin embargo, habéis llenado
Jerusalén con vuestras enseñanzas y queréis hacernos responsables de la muerte
de ese hombre.
29 Pedro y los
apóstoles respondieron:
- Hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres. 30 El Dios de nuestros antepasados ha
resucitado a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. 31 Dios
lo ha exaltado a su derecha como Príncipe y Salvador para dar a Israel la
ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados. 32 Nosotros
y el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen somos testigos de todo
esto.
33 Ellos, enfurecidos
por tales palabras, querían matarlos.
Es el cuarto discurso de Pedro, también delante del Sanedrín. En él responde a la doble acusación de haber desobedecido la prohibición terminante de «enseñar en nombre de ése» y haber hecho a los notables del pueblo responsables de la muerte de Jesús. Es preciso señalar la alergia que sienten los miembros del Sanedrín hacia «el nombre de ése», nombre en torno al cual se está llevando a cabo el giro decisivo.
Las características de
este breve discurso pueden ser resumidas de este modo: en primer lugar, Pedro
reafirma el deber de someterse a Dios antes que a los hombres, porque sólo a
quien se somete a Dios se le concede el Espíritu Santo (v 32). En segundo
lugar, a Jesús se le vuelve a llamar, una vez más, «Príncipe» (o autor o
iniciador) y «Salvador». Jesús es el nuevo Moisés que guía al pueblo hacia la
liberación y la salvación. En tercer lugar, la obra propia y originaria de este
Príncipe y Salvador consiste en «dar a Israel la ocasión de
arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados». Se trata de una
alusión a Jeremías: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones
la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (31,33).
Gracias a Jesús, Príncipe y Salvador, han llegado los tiempos de este don
sublime. Por último, el Espíritu Santo es el garante de la autenticidad del
testimonio tanto en favor de la vida nueva como de la certeza y el valor que
infunde y de los prodigios que realiza.
La reacción, de rabia, es
preocupante: tras la eliminación física del Nazareno, se piensa también en la
de los apóstoles.
Evangelio: Juan 3,31-36
En aquel tiempo, dijo
Jesús a Nicodemo: 31 El que viene de lo alto está sobre todos. El que
tiene su origen en la tierra es terreno y habla de las cosas de la tierra; el
que viene del cielo 32 da testimonio de lo que ha visto y oído; sin
embargo, nadie acepta su testimonio. 33 El que acepta su testimonio
reconoce que Dios dice la verdad, 34 porque cuando habla aquel a
quien Dios ha enviado, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado
plenamente su Espíritu. 35 El Padre ama al Hijo y le ha confiado
todo. 36 El que cree en el Hijo tiene la vida eterna, pero quien no
lo acepta no tendrá esa vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.
La perícopa con que concluye Jn 3 recoge en una síntesis la reflexión del evangelista, expresada con una sucesión de dichos de Jesús muy estimados por la Iglesia joanea. El tema central sigue siendo la figura de Jesús, único revelador del Padre y dador de vida eterna a través del Espíritu. El discípulo está invitado por la Palabra de Dios a comprobar su propia relación con Jesús. Esto se lleva a cabo a la luz del ejemplo del Bautista, que renunció a sí mismo y se abrió con alegría a Cristo. Cristo es «el que viene de lo alto» (v 31a): pertenece al mundo divino y es superior a todos los hombres. El hombre, sin embargo, aun cuando sea un gran profeta como el Bautista, «es terreno» (v 31b) y sigue siendo un ser terreno y limitado. En consecuencia, sólo Jesús puede hablar de Dios al hombre por experiencia directa. Ahora bien, incluso ante estas palabras de vida eterna que revela Jesús, se niegan los hombres a creer.
Con todo, existe un
«resto» que vive de la fe: son los creyentes que confiesan «que Dios
dice la verdad» (v 33). Su fe es la que confirma que el obrar de Jesús
forma unidad con el del Padre. Ahora bien, Cristo no es sólo la revelación de
la Palabra de Dios: es la Palabra misma, es «Espíritu y vida» (Jn 6,63). Esta
realidad profunda del ser de Jesús hace que no sólo sea el que recibe todo
del Padre, sino también el que transmite a su véz cuanto
posee. Es el canal a través de cual se da el Espíritu. ¿Cómo comunica Jesús
este don? A través de su Palabra, cuando se deja que ella penetre en el
interior del hombre, es como se da el Espíritu de Dios de una manera
sobreabundante. Las palabras de Jesús y el Espíritu de Dios están en perfecta
correspondencia.
MEDITATIO
Todos los discursos de
Pedro concluyen con la promesa de la remisión de los pecados para aquellos que
se conviertan. La obra de Jesús se presenta aquí como la del iniciador y
salvador destinado a dar a Israel la gracia de la conversión y de la remisión
de los pecados.
Esto nos hace pensar: ¿por
qué este tema está desapareciendo de la predicación y de la conciencia de no
pocos cristianos? Presentar la salvación como perdón de los
pecados está, por lo menos, fuera de moda. No se usa mucho. Sin
embargo, para quien tiene el sentido de Dios, para quien se da cuenta de la
importancia decisiva que tiene estar en comunión con él, para quien siente la
experiencia de la tragedia que supone estar lejos de él, para quien se toma en
serio el hecho de que, en definitiva, lo que cuenta es estar en amistad y en
comunión con Dios, el perdón de los pecados se presenta como el hecho decisivo
de la vida.
¿Quién no es pecador?
¿Quién no tiene necesidad de perdón? ¿Quién es más «salvador» que aquel que, al
perdonar, restablece la amistad con Dios? Presentar la obra de Jesús como
ligada al perdón de los pecados, significa presentarla como la de alguien que restablece
la comunión filial, amistosa, tranquilizadora, beatificante, con Dios. Ese es
el inicio de cualquier otro bien mesiánico. ¿Qué se puede construir sin este
fundamento? Estar lejos de Dios, sentirnos no aceptados por él, sentirnos
ajenos a nuestro origen y a nuestro fin: ¿se puede llamar a eso vida? Por eso
anuncia Pedro a Jesús como alguien que ha sido exaltado por Dios con el poder
de ofrecer el don del restablecimiento de la amistad entre el angustiado
corazón del hombre y el ardiente corazón del Padre.
ORATIO
Te doy gracias, Señor, por
haber hecho que me encontrara hoy con esta Palabra que me recuerda el don del
perdón de los pecados. Me olvido demasiado pronto de las veces que me has
perdonado, de la alegría de sentirme reconciliado por ti y contigo. En el
intento de «actualizar» la palabra salvación para hacerla
comprensible y aceptable por los otros, por los hermanos que considero
distraídos por las excesivas cosas de este mundo, corro el riesgo de olvidarme
de que la salvación, si bien se refleja también en este mundo, consiste
fundamentalmente en estar y en sentirse en comunión contigo. Para
nosotros, pecadores, eso incluye y presupone que tú perdonas nuestros pecados.
Señor, ilumíname para que
sepa hablar de tu salvación en términos comprensibles, pero, al mismo tiempo,
no me olvide del núcleo insustituible de esta realidad que es estar unido
contigo. Haz, sobre todo, que no pierda la esperanza de tenerte como amigo
benévolo cuando, oprimido por mis culpas, me dirija tembloroso a ti: muéstrame
entonces tu rostro benigno de salvador y dame tu Espíritu «para el
perdón de los pecados».
CONTEMPLATIO
El vigor de la conversión
es el ardor de la caridad derramada en nuestros corazones con la visita del
Espíritu Santo. Está escrito de este mismo Espíritu que es el perdón de los
pecados. En efecto, cuando se digna visitar el corazón de los justos, los
purifica con gran poder de toda la impureza de sus pecados, porque, apenas se
derrama en el alma, suscita en ella de manera inefable el odio a los pecados y
el amor a las virtudes. Hace que el alma odie de inmediato lo que amaba, ame
ardientemente aquello por lo que sentía horror y gima intensamente por lo uno y
lo otro, porque se acuerda de haber amado -para su condena- el mal y odiado el
bien que ama. En efecto, ¿quién se atreverá a decir que un hombre, aunque esté
cargado con el peso de todo tipo de pecados, pueda perecer si es visitado por
la gracia del Espíritu Santo? (Gregorio Magno, Comentario al libro
primero de los reyes, II, 107).
ACTIO
Repite con frecuencia y
vive hoy la Palabra: «Bienaventurado el hombre que se refugia en el
Señor» (cf. Sal 2,12c).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
¿De qué modo trabajamos
para la reconciliación? En primer lugar y sobre todo, reivindicando para
nosotros mismos el hecho de que Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo.
Pero no basta con creer esto con nuestra cabeza. Debemos dejar que la verdad de
esta reconciliación penetre en todos los rincones de nuestro
ser. Hasta que no estemos plena y absolutamente convencidos de que hemos sido
reconciliados con Dios, de que estamos perdonados, de que hemos recibido un
corazón nuevo, un espíritu nuevo, unos ojos nuevos para ver y unos nuevos oídos
para oír, continuaremos creando divisiones entre la gente, porque esperaremos
de ella un poder de curación que no posee.
Sólo cuando confiemos plenamente
en el hecho de que pertenecemos a Dios y podemos encontrar en nuestra relación
con Dios todo lo que necesitamos para nuestra mente, nuestro corazón, nuestra
alma, podremos ser libres de verdad en este mundo y ser ministros de la
reconciliación. Esto es algo que no resulta fácil; muy pronto
volvemos a caer en la duda y en el rechazo de nosotros mismos. Necesitamos que
se nos recuerde constantemente a través de la Palabra de Dios, de los
sacramentos del amor al prójimo que estamos reconciliados de verdad (H. J. M.
Nouwen, Pane per il viaggio, Brescia 1997, p. 385 [trad.
esp.: Pan para el viaje, PPC, Madrid 1999]).
http://www.mercaba.org/LECTIO/PAS/semana2_jueves.htm