¡Amor y paz!
Los cristianos estamos
otra vez esperando. Comenzamos el tiempo que nos traerá al Mesías inaugurando
un tiempo nuevo en un mundo nuevo. Tener esperanza es síntoma de vida. Sólo los
muertos no esperan y a nuestro alrededor, cuando alguien no espera, es que ha
decidido que su vida no merece la pena. Nada hay más angustioso que la
desesperanza y nada más positivo y rejuvenecedor que esperar con ilusión un
acontecimiento, todavía más si lo sabemos cercano y extraordinario.
En este pórtico del
Adviento, Lucas, entre acentos que pueden parecer tremendistas, habla a los
cristianos, dándoles un consejo. Y el consejo es éste: cuando parezca que todo
se ha perdido y que hasta la naturaleza se desata incontroladamente, alzaos,
levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación (Dabar 1982, 1).
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este I Domingo de Adviento, el
comienzo de un nuevo año litúrgico.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 21,25-28.34-36.
Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación". Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra. Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre".
Comentario
Cuentan la historia de un
soldado que se acerca a su jefe inmediato y le dice:
“–Uno de nuestros
compañeros no ha regresado del campo de batalla, señor. Solicito permiso para
ir a buscarlo”. “–Permiso denegado –replicó el oficial–. No quiero que
arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto”. Haciendo
caso omiso de la prohibición, el soldado salió, y una hora más tarde regresó
mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo. El oficial, furioso,
le gritó:”– ¡Ya le dije yo que había muerto! Dígame, ¿valía la pena ir allí
para traer un cadáver arriesgando su propia vida?” Y el soldado moribundo
respondió: “– ¡Claro que sí, señor! Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y
pudo decirme: ‘¡Estaba seguro que vendrías!".
En estos casos es cuando
se entiende que un amigo es aquel que se queda cuando todo el mundo se ha ido.
Los verdaderos amigos no calculan costos, ni están midiendo gota a gota su
propia entrega. Un verdadero amigo no sabe de ahorros, ni de moderaciones en la
generosidad. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”
(Juan 15, 31), decía Jesús antes de su propia entrega hasta la muerte, y muerte
de cruz.
Lo que realmente hace
novedosa nuestra fe, con respecto a otras religiones, es que nuestro Dios se
encarnó, se hizo hombre, compartió nuestra condición humana, menos en el
pecado, asumiendo todas las consecuencias de la encarnación. No nos dejó
abandonados al poder de nuestras limitaciones, sino que vino a rescatarnos de
nuestras miserias personales y sociales. Esta es la esperanza que nos anima y
por la cual tenemos que estar despiertos para saber reconocerla y recibirla el
día que se acerque: “Tengan cuidado y no dejen que sus corazones se endurezcan
por los vicios, las borracheras y las preocupaciones de esta vida, para que aquel
día no caiga de pronto sobre ustedes como una trampa. Porque vendrá sobre todos
los habitantes de la tierra. Estén ustedes preparados, orando en todo tiempo,
para que puedan escapar de todas estas cosas que van a suceder y para que
puedan presentarse delante del Hijo del hombre”.
Estas advertencias que nos
presenta el evangelio de hoy, pueden ser leídas con temor y temblor, porque
anuncian acontecimientos extraordinarios: “Habrá señales en el sol, en la luna
y en las estrellas; y en la tierra las naciones estarán confusas y se asustarán
por el terrible ruido del mar y de las olas. La gente se desmayará de miedo al
pensar en lo que va a sucederle al mundo; pues hasta las fuerzas celestiales
serán sacudidas. Entonces se verá al Hijo del hombre venir en una nube con gran
poder y gloria”. Sin embargo, san Lucas está invitando precisamente a lo
contrario; no a sentir miedo, sino a llenarse de alegría por lo que va a
suceder: “Cuando comiencen a suceder estas cosas, anímense y levanten la
cabeza, porque muy pronto serán libertados”.
Cuando nos sintamos
hundidos en medio de las dificultades personales o sociales, y parezca
imposible levantar la cabeza por la vergüenza y la desesperación; cuando ya no
haya luces que iluminen nuestro camino en medio de la noche cerrada, podemos
estar seguros, como el soldado aquel con el que comenzamos, que Dios no nos
dejará abandonados en medio del campo de batalla. Podremos decirle a Dios:
“¡Estaba seguro que vendrías!”, porque nuestro Dios vendrá, con toda certeza, a
nuestro encuentro.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.*
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Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia
Universidad Javeriana – Bogotá