¡Amor y paz!
Según las estadísticas más
recientes de que dispongo (Análisis digital, 2012), uno de cada tres habitantes
del planeta es cristiano. De los 2.180 millones de cristianos, la mitad son
católicos (1.094 millones de personas); un tercio, protestantes (800 millones);
un 12%, ortodoxos (260 millones); y el 1%, cristianos de otras confesiones (28
millones).
Sin embargo, hay que decir que entre los mismos cristianos
hay mucho odio y parece más fácil hacer dialogar a un cristiano con un
musulmán o con un judío, que a un católico con un integrante de una de las
tantísimas sectas que dicen llamarse ‘cristianas’.
Todo lo contrario de lo
que nos pidió Jesús, según el Evangelio de hoy: «En esto reconocerán todos que
son mis discípulos: en que se aman unos a otros.» ¡Cuán distinta sería la situación
mundial si uno de cada tres habitantes de este planeta acogiera la voluntad de Dios
y se comportara como hermano del otro!
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Quinto Domingo de Pascua.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 13,31-33a.34-35.
Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto. Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los judíos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.»
Comentario
Hay clubes y asociaciones
de todos tipos y para todos los gustos: deportivos y culturales, políticos,
sociales y económicos, de profesionales y de aficionados, de élites y
populares, de actividades manuales e intelectuales, para el ocio, para el
negocio y altruistas; el abanico de posibilidades es tan amplio como la
capacidad imaginativa de las personas y el interés por asociarse... para lo que
sea.
Todos ellos tienen sus
normas, escritas o implícitas, sus esquemas de actuación, su organización y sus
actividades; y, sobre todo, tienen un elemento que los identifica; un emblema,
un anagrama, una bandera, un escudo; en definitiva: una señal de reconocimiento
e identidad.
Los cristianos, como grupo
social amplio y con una historia larga y muy variada, también hemos tenido
nuestros signos de identidad.
Uno de los primeros fue el
pez, por razones de sobras conocidas; terminada la época de persecuciones, este
signo pasó a ser elemento decorativo y como tal pervive hoy entre nosotros.
Pero, por encima de todos los signos, los cristianos hemos adoptado la señal de
la cruz (precisamente la que apenas era utilizable en los primeros siglos, o
incluso era empleada para burla de los cristianos, "ateos que adoraban a un
criminal crucificado").
Es cierto que la cruz es
una señal inequívoca, digna, de categoría; hay un algo de misterioso en la cruz
que siempre nos transporta, al contemplarla, a otra realidad. No puede ser
simple casualidad que sea la de Cristo Crucificado la imagen más realizada en
el arte cristiano. Es bueno que la cruz esté siempre presente en nuestra vida;
la cruz, para quien sabe leerla, dice muchas cosas sobre Dios, sobre los
hombres, sobre la sociedad, sobre la historia...
Probablemente la cruz es la
lección gráfica más breve y más profunda sobre el hombre y sobre Dios. Pero,
como decíamos, hay que saber leerla. No podemos olvidar que la cruz,
originalmente, era uno de los sistemas de ejecución utilizado por Roma para
imponer su autoridad y su fuerza, y destinado especialmente para delincuentes
comunes y delincuentes políticos (el texto del letrero sobre la cruz:
"Jesús Nazareno, rey de los judíos", tantas veces disuelto en un
aséptico "INRI" o traicionado en un "rey de nuestros
corazones").
Por más que nosotros hayamos convertido el madero de
ejecución en joya colgada al pecho o adorno en las paredes, la cruz es para
nosotros lo que es porque en ella fue ejecutado Jesús. Y, puesto que es para
nosotros un signo de identidad, al respeto y cariño con que la lucimos en
nuestros pechos o en nuestras casas debemos unir siempre un exacto y profundo
conocimiento de su significado real. De lo contrario la estaríamos convirtiendo
en un símbolo vacío; pero la cruz es algo muy serio como para que frivolicemos
con ella.
Sin embargo, sin desdeñar
el signo de la cruz (antes bien, esforzándonos por revalorizarlo en el sentido,
ya indicado, de un mejor conocimiento de lo que la cruz es y significa), no
podemos olvidar que el propio Jesús nos dejó, explícitamente, otro signo, otra
señal por la que los suyos debemos ser reconocidos. Una señal que, esta vez sí,
es más difícil corromper haciéndola joya o adorno (aunque también en ocasiones
la hemos convertido en un paternalismo bien lejano del verdadero amor): "La
señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os améis unos a
otros" (/Jn/13/35). Así de claro, así de sencillo,
sin paliativos, sin que podamos hacer exóticas interpretaciones que edulcoren y
suavicen el signo: "que os améis unos a otros"; la cruz podemos
traicionarla, podemos hacerla "light" (como casi todo en nuestros
días); el amor, no, porque un amor "light" ya no es amor ni es nada;
y si no hay amor, no hay señal y no hay cristiano.
No sería superfluo tener
un conocimiento lo más exacto posible de cómo nos ven los no creyentes a los
cristianos, cuál es la impresión, la imagen que tienen de nosotros: es verdad
que encontraríamos muchos elementos negativos puramente subjetivos, fruto de un
fracaso personal, de una mala experiencia aislada, de unos hechos concretos e
individuales que no se pueden generalizar; pero también es verdad que muchos de
los defectos que, sin duda, nos echarían en cara tendrían un más que sobrado
fundamento.
No son pocos los que, al
oír hablar de cristianismo, de fe o religión, en seguida les viene a la cabeza
la sotana, la mitra, una aglomeración de gente a la puerta de una iglesia, cosa
de curas y monjas...; para otros, los creyentes somos una colección de
neuróticos obsesionados con unos pocos temas: el sexo, el infierno, el
dinero... (no pocas películas y novelas dan de la Iglesia -o de los sacerdotes-
una imagen así de deformada y demagógica).
Afortunadamente, cada vez
van siendo más los que reconocen a los cristianos como los interesados por el
bien de los hombres, por la justicia en los países sometidos a dictaduras, por
la reinserción social de todo tipo de marginados (gitanos, drogadictos, negros,
alcohólicos...), por la atención a enfermos "especiales" (sida,
subnormales, ancianos), por la defensa de los derechos de los más débiles
(analfabetos, emigrantes), por la paz, por la fraternidad, por la ecología, por
la no-violencia, y podríamos seguir enumerando más y y más ejemplos;
seguramente conoceremos más de un caso, quizá no enumerado en nuestra breve
lista, pero no por eso menos importante: unos son muy conocidos (Teresa de
Calcuta, Helder Cámara, Pedro Casaldáliga, Josef Glempf, Lech Walesa, Desmond
Tutú); otros, la inmensa mayoría, son anónimos trabajadores por la causa del
Reino, cuyo amor no tiene nada que ver con ser conocidos o no: religiosas en
barrios pobres, sacerdotes que montan casas para niños abandonados, seglares
que atienden un comedor de transeúntes, jóvenes que se preocupan por compañeros
suyos víctimas de la droga, el ama de casa que ayuda a la vecina cuyo marido
está parado y hoy no les llega para comer, o pagar la luz... Quizá los
olvidamos con más frecuencia de la que sería de desear, pero ahí están,
haciendo día a día el esfuerzo de traducir su fe en amor, en atención, en
cuidados para quienes han tenido menos suerte que uno... Ellos sí son
cristianos y, poco a poco, van cambiando la imagen que muchos tenían de
nosotros.
Por eso van creciendo los
que identifican a los cristianos con aquéllos que están empeñados en tratar de
verdad como hermanos a cualquier necesitado que esté a su lado (es, ni más ni
menos, la enseñanza de la parábola del buen samaritano, que Jesús contó para
responder a la pregunta: ¿quién es mi prójimo?). Hemos avanzado mucho en este
camino; pero todavía son muchos los que necesitan de nuestro amor. No olvidemos
que al terminar nuestra tarea -que es la de amar al prójimo- hemos de decir:
"somos siervos inútiles". Así será como nos reconocerán por el amor
que nos tenemos. Así será como -esperamos- vuelvan a decir de nosotros:
"Mirad cómo se aman".
LUIS
GRACIETA
DABAR 1989, 24
DABAR 1989, 24