¡Amor y paz!
En este día del Corpus Christi, la Palabra de Dios nos invita a examinar las consecuencias que para nuestra vida tiene nuestra comunión eucarística. No podemos comulgar de espaldas al mundo y a los hermanos. Por el contrario, al tiempo que nos incorpora y mantiene en la Iglesia, nos vuelca y compromete en el servicio a los hombres, en solidaridad con todos y especialmente de los pobres. Por eso, no comulgamos de verdad si reducimos nuestra solidaridad a la espiritual y la negamos a los demás ámbitos de la vida; no tomamos en serio la comunión, si no tomamos en serio la vida, la justicia, la fraternidad (Eucaristía 1987/29).
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este domingo en que celebramos la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 6,51-58.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?". Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
Comentario
Para el pueblo de Israel el maná (figura de la Eucaristía) fue el pan que alimentó su marcha por el desierto. Era un pan que bajaba del cielo y no lo conocían. Aquel pan no daba la vida; los que lo comían terminaban muriéndose también.
La Eucaristía es el alimento del pueblo de Dios que peregrina en este mundo. Es el pan del cielo, la carne y sangre del Hijo que genera la vida más allá de la muerte. Precisamente este pan es también el viático con el que todo cristiano se equipa para realizar el paso de este mundo al Padre. El viático da al cristiano la garantía de que su muerte no será término, sino tránsito a la vida y exigencia de resurrección.
San Pablo destaca la exigencia de unidad que brota de la Eucaristía. Todos los que comulgan del cuerpo y la sangre de Cristo se hacen con él un solo cuerpo. La unidad de alimento produce también unidad entre los miembros de la comunidad, que lo asimila. De ello deriva la exigencia de unidad entre los miembros de la comunidad cristiana. La consecuencia que fluye también es la de compartir los bienes espirituales y materiales en una verdadera caridad fraterna. Las diferencias que humillan a unos hermanos, al lado de los demás, contradicen el amor a Cristo y la unidad entre los miembros de la comunidad.
Por eso hoy es día de verdadera revisión comunitaria frente al mandato de la caridad, que dimana de la Eucaristía.
«El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan». Para San Agustín, estos versículos constituían uno de los centros de su teología; sus homilías de la noche de Pascua son una exégesis de estas palabras. Comiendo del mismo pan nos transformamos en aquello que comemos. Este pan -dice el Santo en las Confesiones- es el alimento de los fuertes. Los alimentos normales son menos fuertes que el hombre, y, en último término, su finalidad es ésta: ser asimilados por el organismo de quien los come. Pero este alimento es superior al hombre, es más fuerte que él; por ello, su finalidad es diametralmente distinta: el hombre es asimilado por Cristo, se hace pan como él: «Unus panis, unum corpus sumus multi». La consecuencia es evidente: la Eucaristía no es un diálogo entre dos solamente; no es un encuentro privado entre Cristo y yo: la comunión eucarística es una transformación total de mi vida. Esta comunión dilata el yo del hombre y crea un nuevo «nosotros». La comunión con Cristo es también y necesariamente comunicación con todos los «suyos»; así, yo me convierto en parte de este pan nuevo que El crea en la transustanciación de los seres terrenos.
Cuando la comunión se entiende sólo como «mi comunión», asunto privado entre Jesús y mi alma, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia se desintegra: cada uno come su propio pan, y éste ya no es el «pan que partimos». La comunión sólo es auténtica cuando no se privatiza y se apropia, cuando comulgar con Cristo significa también comulgar con los hermanos, más aún, con todos los hombres: recibimos un cuerpo que se entrega por nosotros y por todos los hombres. El que comulga se compromete con Cristo y con los que son de Cristo, como un solo hombre, en el sacrificio de Cristo, en la salvación del mundo.
Un escritor francés dijo: «No se puede creer impunemente», es decir, no se puede creer sin que tenga consecuencias en nuestra vida. Y podríamos decir también hoy: no se puede celebrar la Eucaristía impunemente, no podemos comulgar en el Cuerpo y la Sangre de Jesús sin que tenga consecuencias en nuestra vida.