¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, con el método de
la lectio divina, en este miércoles de la tercera
semana de Pascua.
Dos
nos bendice...
LECTIO
Primera lectura: Hechos
de los Apóstoles 8, lb8
1 Aquel día
se desencadenó una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén, y todos,
excepto los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y
Samaria. 2 A Esteban lo enterraron unos hombres piadosos e
hicieron gran duelo por él. 3 Saulo, por su parte, se
ensañaba contra la Iglesia, entraba en las casas, apresaba a hombres y mujeres
y los metía en la cárcel.
4 Los que se habían
dispersado fueron por todas partes anunciando el mensaje. 5 Felipe
bajó a la ciudad de Samaria y estuvo allí predicando a Cristo. 6 La
gente escuchaba con aprobación las palabras de Felipe y contemplaba los
prodigios que realizaba. 7 Pues de muchos poseídos salían los espíritus
inmundos, dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron
curados. 8 Y hubo gran alegría en aquella ciudad.
Nos encontramos aquí en
presencia de otro giro decisivo en la historia de la frágil comunidad
cristiana: su difusión fuera de los muros de Jerusalén. Se pasa de la
persecución a la dispersión y de la dispersión a la difusión de la Palabra. Son
los helenistas, los seguidores de Esteban, quienes reciben los golpes. Tienen
que huir y dispersarse por las regiones de Judea y Samaría. Con ello inician la
carrera de la Palabra por el mundo, «hasta los confines de la tierra».
Está también el contraste
entre el «gran duelo» por la muerte de Esteban y la «gran
alegría» por la acción de Felipe, otro de los Siete. Saulo «se
ensañaba contra la Iglesia», pero ésta se expande precisamente entre
los que están al margen del judaísmo: la salida de Jerusalén es un hecho no
sólo geográfico, sino también cultural. Cristo es predicado también a los
samaritanos. El fragmento da la impresión de que se ha producido un nuevo
Pentecostés, una nueva primavera de la Iglesia, después de la que tuvo lugar en
Jerusalén y antes de la que se produjo entre los paganos. El conjunto va
acompañado de poderosos gestos de liberación: es un mundo que se renueva al
contacto con la difusión de la Palabra.
Evangelio: Juan 6,35-40
En aquel tiempo, 35 dijo
Jesús a la muchedumbre:
- Yo soy el pan de
vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca
tendrá sed. 36 Pero vosotros, como ya os he dicho, no creéis, a pesar de haber
visto. 37 Todos los que me da el Padre vendrán a mí, y yo no rechazaré nunca al
que venga a mí. 38 Porque yo he bajado del cielo no para
hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. 39 Y
su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que
los resucite en el último día. 40 Mi Padre quiere que
todos los que vean al Hijo y crean en él tengan vida eterna, y yo los
resucitaré en el último día.
La muchedumbre ha visto y
escuchado la Palabra de Jesús en el fragmento precedente, pero no ha reconocido
en él al Hijo de Dios bajado del cielo, como el maná del desierto. Entonces
denuncia Jesús, con amargura, esta difundida incredulidad de los judíos (v.
36), a pesar de que la iniciativa amorosa del Padre se sirva de la obra del
Hijo para darles la salvación y la vida (cf. Jn 3,14s; 4,14.50; 5,21.25s).
La Iglesia primitiva era
consciente de este conflicto con la Sinagoga y, a través del evangelista,
expresa su profundo vínculo con el Maestro, subrayando que el designio de Dios
se realiza mediante la acogida que todo creyente reserva a Jesús.
Él ha tomado carne humana
no para hacer su propia voluntad, sino la de aquel que le ha enviado. El plan
de Dios es un plan de salvación, y el Padre, confiándolo al Hijo, proclama que
los hombres se salvan en Jesús, sin que se pierda ninguno. Más aún, aquellos
que han sido confiados por el Padre al Hijo, quiere que los «resucite
en el último día» (v. 39).
La expresión «último
día» tiene un significado preciso en Juan: es el día en que termina la
creación del hombre y tiene lugar la muerte de Jesús, es el día del triunfo
final del Hijo sobre la muerte; en él, todos podrán probar «el agua
del Espíritu» que será entregada a la humanidad. En ese día, Jesús
dará cumplimiento a su misión mediante la resurrección y dará la vida
definitiva. Esta última tiene su comienzo aquí en la fe, y su plena realización
en la resurrección al final de los tiempos. Los que crean en Jesús, Hijo de
Dios, no experimentarán la muerte, sino que disfrutarán de una vida inmortal.
MEDITATIO
El fragmento de los Hechos
de los Apóstoles pone claramente de manifiesto que una de las causas de la
difusión del Evangelio a través del mundo es la persecución. Son objeto de la
misma los irreductibles, los «extremistas» compañeros de Esteban, los que no
aceptaban componendas con el judaísmo. Los apóstoles se libran por ahora,
posiblemente porque todavía confían en encontrar una solución a los delicados
problemas planteados con la tradición judía. La persecución le ha ayudado a la
Iglesia a no dormirse y a encontrar o reencontrar sus propias raíces misioneras.
Estas han sido después el secreto de su perenne juventud. La Revolución
francesa, por poner un solo ejemplo, supuso una fuerte prueba para la Iglesia,
pero le hizo salir de la tormenta más delgada y más dispuesta a reemprender su
itinerario misionero por el mundo.
Cuando existe el peligro
de instalarnos cómodamente en un lugar, cuando existe la tentación de
considerarnos integrados en un contexto social, cuando estamos demasiado
tranquilos, entonces es cuando interviene el Espíritu para dar la alarma a
través de diversas pruebas, la más terrible de las cuales -aunque quizás
también la más eficaz- es la persecución. Esta última da frutos cuando la
Iglesia está viva, como en el caso de la comunidad de Jerusalén. La Palabra se
difunde para que los que están dispersos queden impregnados de la novedad
cristiana, de la sorprendente realidad de la salvación en la que se sentían
implicados y corresponsables. Por eso puede proceder del duelo la alegría, de
la diáspora el crecimiento, de la muerte de Esteban la multiplicación de los
apóstoles.
ORATIO
Esta Palabra, Señor, me
turba una vez más, porque me parece que tú prefieres más bien los medios
rápidos para alcanzar tus fines. Querías hacer salir el alegre mensaje de
Jerusalén, y surge una violenta persecución. Me siento turbado, lo confieso. Y
es que me gusta evitar las desgracias y vivir en paz. En mi paz,
que no es exactamente la tuya. Con mi paz no crece la alegría
en el mundo; con tu dinamismo, producido de una manera frecuentemente
desagradable para mí, crece, en cambio, la alegría en los que están fuera de
mis intereses.
Señor, estoy turbado,
sobre todo, porque esta Palabra tuya me dice que yo debería estar alegre en las
persecuciones, que debería pedírtelas cuando me encuentro demasiado bien y
cuando me siento satisfecho de lo que hago y de lo que me rodea. Pero te
confieso que me falta valor. Con todo, hay algo que debo pedirte para no morir
de vergüenza: que frente a las posibles persecuciones, puedan ver al menos mis
ojos que éstas tienen un sentido para ti y para tu Iglesia. Y, por
consiguiente, también para mí.
CONTEMPLATIO
Jesús invitaba [con sus
palabras] a los judíos a que tuvieran fe, mientras ellos buscaban signos para
creer. Sabían que habían sido saciados con cinco panes, pero preferían el maná
del cielo a aquel otro alimento. Sin embargo, el Señor decía que era muy superior
a Moisés: éste no se había atrevido nunca a prometer el alimento «permanente,
el que da la vida eterna» (cf. Jn 6,27). En consecuencia, Jesús
prometía algo más que Moisés. Este prometía llenar el estómago aquí en la
tierra, aunque de un alimento que perece; Jesús prometía el «alimento
permanente».
El verdadero pan es el que
da la vida al mundo. El maná era símbolo de este alimento, y todas esas cosas
-dice el Señor a los judíos- eran signos que hacían referencia a mí. Os habéis
apegado a los signos que se referían a mí, y me rechazáis a mí, que soy aquel a
quien se referían los signos. No fue, por tanto, Moisés el que dio el pan del
cielo: es Dios quien lo da (cf. Jn 6,32). Ahora bien, ¿qué pan? ¿Acaso el maná?
No, no el maná, sino el pan del que era signo el maná, o sea, el mismo Señor
Jesús. Porque «el pan de Dios viene del cielo y da la vida al
mundo» (Jn 6,33) (Agustín, Comentario al evangelio de
Juan, 25,12s, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y
vive hoy la Palabra: «Grandes son la obras del Señor» (Sal
110,2).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Existe una compenetración
entre el sufrimiento —llamémoslo cruz, una palabra que lo resume y transfigura— y el
compromiso apostólico, esto es, la construcción de la Iglesia. No es posible
ser apóstol sin cargar con la cruz. Y si hoy se ofrece el deber y el honor del
apostolado a todos los cristianos de manera indistinta, para que la vida
cristiana se revele hoy tal cual es y debe ser, es señal de que ha sonado la
hora para todo el pueblo de Dios: todos nosotros debemos ser apóstoles, todos
nosotros debemos cargar con la cruz.
Para construir la Iglesia
es preciso esforzarse, es preciso sufrir. Esta conclusión desconcierta ciertas
concepciones erróneas de la vida cristiana presentada bajo el aspecto de la
facilidad, de la comodidad, del interés temporal y personal, cuando su rostro
tiene que estar siempre marcado por el signo de la cruz, por el signo del
sacrificio soportado y realizado por amor: amor a Cristo y
a Dios, amor al prójimo, cercano o alejado. Y no es ésta una visión
pesimista del cristianismo, sino una visión realista. La Iglesia debe ser un
pueblo de fuertes, un pueblo de testigos animosos, un pueblo que sabe sufrir
por su fe y por su difusión en el mundo, en silencio, de modo gratuito y con
amor (Pablo VI, Audiencia general del 1 de
septiembre de 1976).
http://www.mercaba.org/LECTIO/PAS/semana3_miercoles.htm