¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este III Domingo de Pascua.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Lucas
24,35-48
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: "Paz a vosotros." Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: "¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo." Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: "¿Tenéis ahí algo de comer?" Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: "Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse." Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto."
Comentario
Don Miguel de Unamuno y Jugo, ese vasco universal y
rector salmantino, escribió en 1930 una pequeña novela en la que se retrató a
sí mismo de cuerpo entero. Don Miguel vivió crucificado entre las dudas que
abrigaba su corazón y una fe que se resistía a creer. En la introducción de
esta obra, que lleva por título el nombre y las dos cualidades más
significativas de su protagonista, San Manuel Bueno, Mártir, dice
el mismo Unamuno: «tengo la sensación de haber puesto en ella todo mi
sentimiento trágico de la vida».
La novela se desarrolla en un pueblo legendario,
Valverde de Lucerna, que vive hundido en el lago de Sanabria, junto a San
Martín de Castañeda, en la provincia de Zamora, España. Allí vive y trabaja un
cura que tiene fama de santo. Pero don Manuel, el santo cura, por sobrenombre
Bueno, abriga en su corazón una tragedia de inmensas proporciones... No cree en
la vida eterna. Cuando reza el credo en la misa dominical, se siente como
Moisés, que muere poco antes de entrar en la tierra prometida, pues “al llegar
a lo de «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable» la voz de
Don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él
se callaba (...). Era como si una caravana en marcha por el desierto,
desfallecido el caudillo al acercarse al término de su carrera, le tomaran en
hombros los suyos para meter su cuerpo sin vida en la tierra de promisión”.
Junto a este creyente incrédulo,
Unamuno presenta a dos hermanos, Ángela y Lázaro, que ofrecen un contraste a la
tragedia del pobre cura; la primera, una firme creyente, que anima a su párroco
en la esperanza de la resurrección; y el segundo, un ateo convencido, que se
deja transformar por la fragilidad de la fe honesta y titubeante de su pastor.
De alguna manera, Unamuno se retrató a sí mismo y retrató la verdad de todos
nosotros, que caminamos a tientas por este mundo, con una fe vacilante...
Nadie, que de verdad se haya arriesgado a creer, puede decir que alguna vez no
lo han sorprendido las dudas frente a las verdades que confiesa y por las que
vive y muere. El mismo Unamuno, muerto el 31 de diciembre de 1936, quiso
que en su sepultura se grabara este epitafio: «Méteme Padre eterno, en tu
pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar.
Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo».
El texto evangélico que se nos propone este domingo
está atravesado por estas mismas dudas que habitaron el corazón de don Manuel
Bueno, Mártir y de su autor, Miguel de Unamuno: “Pero Jesús les dijo: –¿Por qué
están asustados? ¿Por qué tienen estas dudas en su corazón? Miren mis manos y
mis pies. Soy yo mismo. Tóquenme y vean: un espíritu no tiene carne ni huesos,
como ustedes ven que tengo yo. Al decirles esto, les enseñó las manos y los
pies. Pero como ellos no acababan de creerlo, a causa de la alegría y el
asombro que sentían, Jesús les preguntó:«¿tienen aquí algo que comer?» Le dieron un
pedazo de pan y pescado asado, y él lo aceptó y lo comió en su presencia”.
También los discípulos dudaron de la resurrección
de su maestro. Muchos de nosotros, aún hoy, seguimos creyendo lo que no vimos
y, a tientas, entre dudas y búsquedas permanentes, seguimos gritándole a Dios
“¡Creo, ayuda a mi poca fe” (Mc. 9,24).
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Decano académico de la Facultad de
Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá