domingo, 4 de mayo de 2014

¿Arden nuestros corazones cuando participamos en la Eucaristía?

¡Amor y paz!

El relato evangélico de hoy dice precisamente que aquellos dos discípulos que, descorazonados y desengañados, caminaban hacia Emaús, conocieron a Jesús al "partir el pan".

Conocer a Jesús y cambiar el sentido de su ánimo, fue todo uno. La angustia desapareció y fueron conscientes de que, mientras caminaban con aquel desconocido que les iba explicando las Escrituras, sus corazones ardían. La reacción no se hizo esperar: se levantaron al instante y volvieron hacia Jerusalén, la misma ciudad que habían abandonado tristemente.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Tercer Domingo de Pascua.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Lucas 24,13-35. 
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: "¿Qué comentaban por el camino?". Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!". "¿Qué cosa?", les preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron". Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?" Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a Él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?". En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!". Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.  

Comentario

Los cristianos tenemos un momento en el que partimos el pan y oímos las Escrituras: es la Misa (o Eucaristía).

Y ¿se han fijado ustedes en los asistentes a las Misas de la mayor parte de nuestras iglesias?

-En gran medida, llegan a la hora justa y se acomodan resignadamente, con mentalidad de acudir puntualmente para cumplir una obligación.

-Escuchan con aire distraído, y mirando sin disimulo el reloj, el sermón que toca y que difícilmente podrían repetir al salir de la iglesia, porque posiblemente han aprovechado ese momento para pensar tranquilamente en algo que les interesaba mucho más que aquello que decía el predicador de turno. En defensa de los asistentes y en honor a la verdad, habría que decir que, en demasiadas ocasiones, esta actitud está plenamente justificada, porque un gran número de sermones no dicen nada a quienes los escuchan y aquéllos que los dicen hacen gala de no poseer la mínima posibilidad de establecer contacto con el auditorio.

-Muchos no participan en la partición del pan.

-Casi todos, con la última bendición en los talones, abandonan la iglesia y cierran tranquilamente esa página dominical, para volverla a abrir el domingo siguiente, sin que, posiblemente, en sus vidas tenga la menor trascendencia.

Creo que no exagero. De esas Misas multitudinarias, que tan orgullosamente apuntamos en las estadísticas, ¿quién sale enardecido?, ¿a quién le arde el corazón?, ¿quién sale con una idea vital para rumiar en el resto de la semana y hacerla vida propia?, ¿qué profundización suponen en la vida cristiana? Y ¿cuántos se encuentran con Cristo en la fracción del pan que supone la Eucaristía? Porque esto es fundamentalmente y nada más la Misa.

Cierto que en las grandes urbes no es fácil conseguir que las Misas multitudinarias tengan sabor de comunidad, de encuentro personal con Cristo y con los hermanos. Nos acomodamos junto a personas que no conocemos y difícilmente establecemos con ellas el menor tipo de relación. Todos tenemos la experiencia de cómo la Misa vivida en comunidad tiene un talante diferente y deja de ser un rito obligado para convertirse en un gratísimo lugar de encuentro con Cristo y con los hermanos, en un sitio donde se escucha la palabra de Dios atentamente y de donde se sale fortalecido para enfrentar la dureza que, en algunos casos, puede suponer vivir en cristiano.

Habría, por tanto, que intentar seriamente que el cristiano viviese el encuentro semanal con Cristo como algo trascendente en su vida religiosa, como el momento más importante del día, ese momento que deje en cada uno de nosotros la misma impresión indeleble que el encuentro con Cristo dejó en los discípulos de Emaús y por las mismas causas.

Caer en la indiferencia, y aun en el pesimismo, es algo que está al alcance de la mano. Renovar semanalmente el impulso que nos hace seguir a Jesucristo es algo importantísimo. Eso podría conseguir la Misa si la despojamos de su carácter jurídico para convertirla en un encuentro deseado y vivido que nos haga salir corriendo al mundo para contarle la gran nueva que los de Emaús dieron a los discípulos de Jerusalén: es cierto que Jesucristo ha resucitado. Y si esto es cierto, los cristianos no nos hemos equivocado al elegirlo a El como Señor de nuestra existencia y modelo de nuestra vida. Si es cierto que Jesús ha resucitado, podremos superar el pesimismo y el desaliento y encontrar, cada vez que nos encontremos con Cristo al partir el pan, la respuesta para tantas preguntas que, sin duda, se nos plantearán a nuestro alrededor y la fuerza para hacer realidad el contenido de esas respuestas.

No creo que haya un ejemplo más palpable de lo que debieran ser nuestras Eucaristías que el relato evangélico de hoy. Cualquier parecido de este relato con la realidad que vivimos los domingos la mayor parte de los cristianos es, por desgracia, pura coincidencia.

DABAR 1981/29