domingo, 25 de julio de 2010

El camino de Jesús es un camino de oración

¡Amor y paz!

El Evangelio de hoy es una gran motivación para que reconozcamos el valor de la oración y la frecuentemos y mejoremos cada vez más. Jesús nos da ejemplo de ello.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Domingo de la XVII Semana del Tiempo Ordinario.

Un saludo muy especial para España y sus habitantes, quienes celebran hoy la solemnidad de Santiago apóstol, patrono de esa amada nación.

Dios los bendiga,

Evangelio según San Lucas 11,1-13.

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
-Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
El les dijo:
-Cuando oréis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.»
Y les dijo:
-Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene durante la medianoche para decirle: «Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.» Y, desde dentro, el otro le responde: «No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados: no puedo levantarme para dártelos.» Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, quien busca, halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?
¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?

Comentario

Jesús enseña, ante el interés de los suyos, qué es lo que hay que decir a Dios, al Padre, cuando nos pongamos a orar. Y empieza a desgranar los íntimos sentimientos de su corazón componiendo cada una de las peticiones del Padrenuestro.

Ahí aparece su deseo irreprimible de que el Padre sea santificado, conocido y amado, y de que su reinado sea una realidad para los hombres. Él había venido para eso y "eso" era la voluntad del Padre, que, por consiguiente, había que pedir que se cumpliera. Está en esta primera parte abierto de par en par el corazón de Cristo, dejando al descubierto sus inquietudes, sus deseos más hondos.

Pero sabemos que en ese corazón hay otra fibra sensible: el hombre, el hombre a quien el Padre habrá de perdonar tantas veces porque es hijo pequeño y flaco, rebelde y débil. Y surge enseguida la petición del perdón acompañada de una llamada de atención de primer orden: el perdón lo pedimos porque estamos dispuestos a perdonar.

Otro de los anhelos del corazón del Señor que queda al descubierto: su inquietud para que el hombre sea capaz de amar al hombre. Y el amor tiene una de sus más espléndidas manifestaciones en el perdón. Todos sabemos que es fácil amar al que nos ama, al que nos hace bien, al que nos satisface. Todos sabemos también que no es fácil hacerlo con el que nos ofende. Sin embargo, según Cristo, hay que hacerlo y por eso la petición al Padre viene condicionada por el perdón al hermano, al hombre cualquiera que sea.

Y acaba con una súplica que hay que silabear detenidamente: la de que no nos deje caer en tentación. Quizá a los ojos del Señor pasase rápidamente cuántas y cuántas tentaciones, de todo tipo, rondarían a los suyos a través de los tiempos y con cuánta necesidad los suyos deberían dirigirse al Padre para que las tentaciones no sofocasen sus buenos deseos. Y ya está. Todo un tratado de auténtica teología está escrito en el Padrenuestro, esa oración que desgranamos quizá con una perfecta indiferencia a fuer de repetida y de no ahondar en ella.

¡Cuántos "Padrenuestros" habremos recitado en nuestra vida religiosa pasando de puntillas por el contenido de sus peticiones, incapaces de pensar lo que estamos diciendo, repitiendo sus frases mientras pensamos distraídamente en otras cosas que son verdaderamente las que nos interesan y en las que, por eso, ponemos nuestra atención!

La realidad es que, tras veinte siglos de cristianismo, la mayoría de los cristianos no sabemos orar. Decimos oraciones, pero pocas veces pensamos en lo que decimos en ellas. El resultado es una pesadez absoluta e insoportable, carente de todo sentido; es el repetir palabras sin sentido que no dejan -en quien las pronuncia- la menor huella. Por eso resulta tan poco eficaz nuestra oración, porque, como los apóstoles, en alguna ocasión, "no sabemos lo que pedimos".

Hoy es buen día para aprender a orar. Quizá podríamos hacer una experiencia interesante. Esta: haciendo un alto en nuestra costumbre, decir pausadamente el Padrenuestro, pensar en lo que decimos, detenernos en cada una de sus peticiones, saborear sus frases e intentar que esta experiencia nos impida, en lo sucesivo, repetirlo como si fuéramos cotorras.

A. M. CORTES
DABAR 1986, 40
www.mercaba.org