¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios a través del
método de la lectio divina, en este sábado de la tercera
semana de Cuaresma.
Dios nos bendice...
LECTIO
Primera lectura: Oseas 6,1-6
Esto dice el Señor:
En su aflicción
madrugarán para buscarme.
Y dirán: "Venid, volvamos al Señor;
él ha desgarrado y él nos curará;
él ha herido y él vendará nuestras heridas.
En dos días nos devolverá la vida,
al tercero nos levantará
y viviremos en su presencia.
Y dirán: "Venid, volvamos al Señor;
él ha desgarrado y él nos curará;
él ha herido y él vendará nuestras heridas.
En dos días nos devolverá la vida,
al tercero nos levantará
y viviremos en su presencia.
Esforcémonos en conocer
al Señor;
su venida es tan segura como la aurora;
como aguacero descenderá sobre nosotros,
como lluvia primaveral que riega la tierra.
su venida es tan segura como la aurora;
como aguacero descenderá sobre nosotros,
como lluvia primaveral que riega la tierra.
¿Qué voy a hacer
contigo, Efraín?
¿Qué voy a hacer contigo, Judá?
Vuestro amor es como nube mañanera,
como rocío que pronto se disipa.
Por eso los he quebrantado
por medio de los profetas;
los he aniquilado con las palabras de mi boca
y mi juicio resplandece como la luz.
¿Qué voy a hacer contigo, Judá?
Vuestro amor es como nube mañanera,
como rocío que pronto se disipa.
Por eso los he quebrantado
por medio de los profetas;
los he aniquilado con las palabras de mi boca
y mi juicio resplandece como la luz.
Porque quiero amor, no
sacrificios,
conocimiento de Dios, y no holocaustos.
conocimiento de Dios, y no holocaustos.
El pasaje constituye un acto litúrgico penitencial (vv. 1-3) en el que participa todo el pueblo. El horizonte más lejano que mueve a la conversión es el temor del día del castigo mesiánico anunciado varias veces (cf. 5,9); el contexto próximo es, sin embargo, el actual estado de guerra entre Israel y Judá. El buscar ayuda en el enemigo mortal, Asiria, ha extirpado las regiones septentrionales del reino Norte (732 a.C.), con los inevitables horrores de la ocupación, la destrucción y la deportación (cf. 2 Re 15,29; 17,55). El profeta exhorta y amonesta: tantas desgracias han ocurrido porque el corazón estaba lejos del Señor, acallado con sacrificios vacíos, pobre de amor.
Con una imagen frecuente
en la Sagrada Escritura (cf. Ex 15,26; Dt 32,29; Is 30,26; Ez 34,16), el pueblo
reconoce ser un enfermo (Os 5,13) que recurre a Dios como a su médico: él mismo
ha producido la herida con vistas a la enmienda, y sólo él puede curarla (v 1).
YHWH es el señor de la historia. Pero el arrepentimiento del pueblo no es sólo
interesado (v 3), sino también efímero (v 4). Dios lo sabe bien. Y, sin
embargo, no se cansa de invitar a la conversión: su palabra es una espada que
inexorablemente hiere para curar (cf. Is 49,2; Heb 4,12): pide amor, no
holocaustos (v 6); confianza, no una simple observancia de prácticas cultuales
desgraciadamente hipócritas.
Evangelio: Lucas 18,9-14
También a unos que
presumían de ser hombres de bien y despreciaban a los demás, Jesús les dijo
esta parábola:
- Dos hombres subieron
al templo a orar; uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, erguido,
hacía interiormente esta oración: "Dios mío, te doy
gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos
adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos
de todo lo que poseo". Por su parte, el publicano,
manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: "Dios mío, ten compasión de
mí, que soy un pecador". "Os digo que este bajó a su casa
reconciliado con Dios, y el otro, no. Porque el que se ensalza será humillado,
y el que se humilla será ensalzado.
Estamos en el contexto de la subida de Jesús a Jerusalén, y la atención se dirige a las condiciones necesarias para entrar en el Reino (cf. Lc 18,9-19,28). Aparecen dos personajes contrapuestos, y ambos oran: en su modo de orar se revela su modo de vivir y sus relaciones con Dios y los demás. Ambos, en la oración, dicen la verdad de su existencia.
El fariseo saca a colación
sus méritos: se tiene por acreedor de Dios. En el fondo, no necesita de Dios,
aunque le dé gracias, al menos formalmente, porque le ha concedido ser tan
perfecto. Pero hay más. Su justicia le hace juez, y juez despiadado: tan ciega
es la estima que encuentra en sí mismo que cuando mira a los demás sólo es para
despreciarlos (v 11). El publicano, por el contrario, consciente de sus pecados
-que le hacen tener la cabeza inclinada-, en realidad está abierto al cielo y
espera de Dios todo: golpeándose el pecho, llama a la puerta del Reino, y se le
abre.
MEDITATIO
Conocer a Dios y conocerse a sí mismo o, mejor, conocerse a sí mismo en Dios: ése
es el comienzo de la sabiduría y de la verdadera vida. Todos los santos lo han
experimentado. De hecho, ¿qué es el hombre sin Dios? Un soberbio destinado a la
oscura soledad, rodeado de presuntos rivales o de seres juzgados indignos; en
resumidas cuentas, un desesperado pillado en el cepo de su egoísmo, de su
pecado. ¿Qué es el hombre con Dios?
Sigue siendo un orgulloso,
un pecador. Pero sabe que precisamente la experiencia del pecado puede
convertirse en un lugar en el que Dios —el Misericordioso— revela su rostro.
Vemos, pues, lo importante
que es dejar caer las caretas con las que pretendemos ocultarnos, sobre todo a
nosotros mismos, la pobreza de nuestro ser, la mezquindad de nuestro corazón,
la dureza de nuestros juicios. Uno sólo puede curarse si se reconoce enfermo,
necesitado de salvación. Dios espera este momento, incluso hasta lo provoca
sabiamente con su pedagogía inconfundible. Todos somos siempre un poco
"fariseos", pero a todos nos brinda Dios poder hacer la experiencia
del publicano de la parábola, lograr una auténtica humildad, la que reconoce
que Dios es mayor que nuestro corazón y que siempre perdona.
ORATIO
Oh Dios, creador del cielo
y la tierra, el universo entero es lugar de tu presencia, morada de tu santo
nombre. En ti, bajo tu mirada, vivimos, nos movemos y existimos. Todas nuestras
palabras y acciones son oración que sube a tu presencia. La verdad de nosotros
mismos está patente a tus ojos. El temor nos asalta porque sabemos que nuestro
corazón no es puro, que nuestra vida no es santa, y tratamos de ocultarnos y de
despreciar a los demás para justificarnos a nosotros mismos; pensamos
adornarnos con tantas obras que son pura apariencia. Tratamos, en vano, de
buscar una seguridad.
No podemos acallar una voz
que desde lo hondo de nosotros mismos nos grita: "¿Por qué
actúas así? ¿Qué tratas de buscar con lo que haces?". Es tu voz, Señor,
que silenciosamente va creando en nuestro interior un gran vacío: desde este
abismo brota, desesperadamente, el único grito verdadero: "Ten
piedad de mí, que soy un pecador". El orgullo me mata,
humildemente te busco, Señor.
CONTEMPLATIO
Me preguntáis [...] si un
alma puede acudir a Dios confiadamente conociendo su propia miseria. Respondo
que el alma conocedora de su propia miseria no sólo puede tener una gran
confianza en Dios, sino que le será imposible alcanzar la verdadera confianza
si carece del conocimiento de su propia miseria; porque el conocimiento y la
confesión de esta miseria nos introducen en la presencia de Dios. Por eso los
grandes santos, como Job, David y otros, comenzaban siempre sus oraciones
confesando la propia miseria e indignidad; es, por lo tanto, cosa excelente
reconocerse pobre, vil, bajo e indigno de comparecer ante el divino
acatamiento.
El célebre dicho de los
antiguos: "Conócete a ti mismo", se suele interpretar así:
"Conoce la grandeza y excelencia de tu alma para no envilecerla ni
profanarla con cosas indignas de su nobleza". Pero se interpreta también
de esta otra manera: "Conócete a ti mismo, es decir, tu indignidad, tu
imperfección, tu miseria". Cuanto más miserables somos, tanto más debemos
confiar en la bondad y misericordia de Dios; porque entre la misericordia y la
miseria existe un parentesco tan grande que la una no se puede ejercitar sin la
otra. Si Dios no hubiera creado a los hombres, hubiera sido ciertamente
bondadoso, pero no misericordioso, puesto que no hubiera podido ejercitar su
misericordia con ninguno, ya que la misericordia se practica con los miserables
(Francisco de Sales, Conversaciones espirituales, II)
ACTIO
Repite con frecuencia y
vive hoy la Palabra:
"Conoces hasta el
fondo de mi alma" (Sal
138,14).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
De la ascesis de pobreza
surge cada día un hombre nuevo, todo paz, benevolencia y dulzura. Queda para
siempre marcado por el arrepentimiento, pero un arrepentimiento lleno de
alegría y de amor que aflora por todas partes y siempre y permanece
en segundo plano de su búsqueda de Dios. Este hombre ha alcanzado ya una paz
profunda, pues fue quebrantado y reedificado en todo su ser por pura gracia.
Apenas se reconoce. Es diferente. En el mismo instante en que tocó el abismo
profundo del pecado, Fue precipitado al abismo de la misericordia. Ha aprendido
a entregar las armas ante Dios, a no defenderse ante él. Está despojado y sin
defensa. Ha renunciado a la justicia personal y no tiene proyectos de santidad.
Sus manos están vacías o sólo conservan su miseria, que se atreve a exponer
ante la misericordia. Dios se ha hecho verdaderamente Dios para él, y nada más
que Dios. Eso es lo que quiere decir Salvator, salvador del
pecado. Incluso está casi reconciliado con su pecado, como Dios se ha
reconciliado con él.
Para sus hermanos y
prójimos se ha convertido en un amigo benevolente y dulce que comprende sus
debilidades. No tiene ya confianza en sí mismo, sino sólo en Dios. Es el primer
pecador –así lo piensa–, pero pecador perdonado. Por eso debe abrirse, como a
un igual y a un hermano, a todos los pecadores del mundo. Se siente cercano a
ellos porque no se cree mejor que los demás. Su oración preferida es la del
publicano, que se parece a su respiración y al latir del corazón del mundo, su
deseo más profundo de salvación y curación: "Señor Jesús, ten
piedad de mí, pobre pecador" (A. Louf, A merced
de su gracia, Madrid 1991, 125s, passim).
http://www.mercaba.org/LECTIO/CUA/semana3_sabado.htm