¡Amor y paz!
Jesús, entregado en manos de los hombres, padece,
de parte de ellos, la muerte. Jesús, entregado en manos de su Padre Dios,
recibe, de parte de Él, la resurrección para entrar nuevamente en la Gloria que
le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
La muerte de Cristo es el tributo que Él paga para
rescatarnos del pecado y de la muerte y hacernos, junto con Él, hijos de Dios;
de tal forma que en adelante ya no hemos de vivir para nosotros, sino para
Aquel que por nosotros murió y resucitó.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este lunes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Mateo 17,22-27.
Mientras estaban reunidos en Galilea, Jesús les dijo: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres: lo matarán y al tercer día resucitará". Y ellos quedaron muy apenados. Al llegar a Cafarnaún, los cobradores del impuesto del Templo se acercaron a Pedro y le preguntaron: "¿El Maestro de ustedes no paga el impuesto?". "Sí, lo paga", respondió. Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se adelantó a preguntarle: "¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes perciben los impuestos y las tasas los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?". Y como Pedro respondió: "De los extraños", Jesús le dijo: "Eso quiere decir que los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizar a esta gente, ve al lago, echa el anzuelo, toma el primer pez que salga y ábrele la boca. Encontrarás en ella una moneda de plata: tómala, y paga por mí y por ti".
Comentario
La Gracia de la Redención ha sido puesta en manos
de la Iglesia especialmente por medio de la Eucaristía, Memorial del Misterio
Pascual de Cristo. La Iglesia ofrece esta Moneda de gran valor para el perdón
de las faltas cometidas por la humanidad pecadora, con la que Cristo quiso
hacerse solidario para clavar en la cruz el documento que nos condenaba.
En la Eucaristía el Señor entrega, como Memorial,
su vida para el perdón de nuestros pecados. Él se acerca a nosotros en los
signos sacramentales del Pan y del Vino, convertidos en su Cuerpo y en su
Sangre. Él nos habla por medio del Ministro consagrado, tal vez signo demasiado
pobre, pero escogido por Dios y puesto al frente de su Pueblo para conducirlo a
la salvación. No son las apariencias, sino la fe la que nos une a nuestro Dios
y Padre. Él sabe de nuestro alejamiento; ante Él no podemos ocultar nuestros
pecados. Y sin embargo Él nos sigue amando. Él se acerca a nosotros para
ofrecernos su perdón, su vida y su paz. Él nos quiere con Él eternamente.
Vivamos con una fe auténtica estos momentos en que nos unimos al Señor, y en
que Él se nos da como alimento de Vida eterna. Hagamos nuestra su vida y su
misión. Hechos uno con Él vayamos al mundo para manifestarle la Gloria de Dios
desde una vida llena de amor, de alegría, de paz y de misericordia para con
todos.
¿En verdad nosotros también entregamos nuestra vida para que la salvación llegue a todos? Ojalá y no nos conformemos únicamente con anunciar el Nombre del Señor con las palabras. El Evangelio se ha de encarnar en cada uno de nosotros. Así la Iglesia debe ser el Evangelio viviente del Padre a través de la historia. Día a día debemos ser entregados en manos de los hombres para que reciban, desde nosotros, la salvación y el amor Dios que los salve.
No hemos de tener miedo en convertirnos en una
Eucaristía viviente en el mundo. Eucaristía que se convierte en acción de
gracias porque el mundo disfruta de una vida nueva a costa de la entrega
amorosa de cada uno de nosotros, unidos al Sacrificio Redentor de Cristo, en
favor de los demás. Y esto no porque el poder salvador sea algo inherente a
nuestra naturaleza humana, sino porque el Señor, cuyo Espíritu habita en
nosotros, realiza la obra de salvación por medio de la Iglesia. Por eso no nos
convirtamos en ocasión de pecado y de muerte para los demás, sino que seamos
los primeros en convertirnos en la moneda de rescate para el perdón de los
pecadores y en fuente de vida y salvación para todos, pues Dios, que estará
siempre con nosotros, hará su obra de salvación en el mundo por medio nuestro.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de trabajar por el Reino de Dios entre nosotros, sin importarnos si para que la salvación llegue a todos, tengamos incluso que entregar, como precio, nuestra propia vida. Amén.
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