¡Amor y paz!
Hoy, Jesús nos explica el
secreto del Reino. Incluso utiliza una cierta ironía para mostrarnos que la
“energía” interna que tiene la Palabra de Dios —la propia de Él—, la fuerza
expansiva que debe extenderse por todo el mundo, es como una luz, y que esta
luz no puede ponerse «debajo del celemín o debajo del lecho» (Mc 4,21).
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este jueves de la 3a. Semana del
Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Marcos 4,21-25.
Jesús les decía: "¿Acaso se trae una lámpara para ponerla debajo de un cajón o debajo de la cama? ¿No es más bien para colocarla sobre el candelero? Porque no hay nada oculto que no deba ser revelado y nada secreto que no deba manifestarse. ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!". Y les decía: "¡Presten atención a lo que oyen! La medida con que midan se usará para ustedes, y les darán más todavía. Porque al que tiene, se le dará, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene".
Comentario
El Hijo de Dios hecho
hombre es la luz que el Padre Dios encendió para que iluminara nuestras
tinieblas. Y esa Luz Divina ha brillado entre nosotros mediante sus buenas
obras, mediante su Palabra y mediante su persona misma convertida en el
Evangelio viviente del Padre para nosotros. Por medio del anuncio del
Evangelio, por medio del perdón de nuestros pecados, por medio de los milagros,
de las curaciones, de la expulsión del Demonio, pero sobre todo por medio de su
Misterio Pascual, Dios ha venido como una luz ante la cual no puede resistir el
dominio del mal, ni la oscuridad del pecado, ni el dominio de los injustos. La
luz que brilla es porque en verdad disipa las tinieblas; una luz que no
alumbra, sino que se oculta debajo de las cobardías será cómplice de las
maldades que han dominado muchos corazones. Dios nos quiere como luz; como luz
brillante, como luz fuerte que no se apague ante las amenazas, ni ante los
vientos contrarios, ni ante la entrega de la propia vida por creer en Cristo y,
desde Él, por amar al prójimo. Dios nos llama para que
colaboremos en la
disipación de todo aquello que ha oscurecido el camino de los hombres; vivamos
fieles a la vocación que de Dios hemos recibido. Si lo damos todo con tal de
hacer llegar la vida, el amor, la paz y la misericordia de Dios a los demás,
esa misma medida la utilizará Dios cuando, al final de nuestra existencia en
este mundo, nos llame para que estemos con Él eternamente.
¿Y cuál es la medida de
amor que Dios ha usado para nosotros? Contemplemos a Cristo muerto y resucitado
por nosotros. En Él conocemos el amor que Dios nos ha tenido. Al reunirnos para
celebrar el Memorial de su Pascua Cristo nos ilumina intensamente con su
Palabra y convierte a su Iglesia en luz para todas las naciones; y para que
siempre brillemos con la Luz que nos viene de Él, nos alimenta constantemente
con su Cuerpo entregado por nosotros y con su Sangre derramada para el perdón
de nuestros pecados, para que nos seamos una luz débil ni opacada por nuestros
pecados. Siendo portadores de Cristo debemos ser un signo claro de su amor para
todos los hombres. Por eso, al celebrar la Eucaristía, hacemos nuestro el
compromiso de dejar que el Señor nos convierta en un signo claro, nítido,
brillante de su amor en el mundo. Desde nuestro propio cuerpo, desde nuestras
obras, desde nuestras palabras el mundo alcanzará a leer que Dios continua vivo
entre nosotros con todo su amor salvador, pues Él nos escogió no sólo para que
hablemos de Él al mundo, sino para que seamos sus fieles testigos.
Los que participamos de la
Eucaristía no podemos pasarnos la vida como destructores de nuestro prójimo. No
podemos vivir una fe intimista, de santidad personalista. Dios nos ha llenado
de su propia vida haciéndonos hijos suyos para que nos manifestemos sin cobardías,
con la fuerza y valentía que nos vienen del mismo Dios. Por eso, quienes
formamos la Iglesia debemos ser los primeros en luchar por la paz, los que
estemos dispuestos a dar voz a los desvalidos y que son injustamente tratados,
los primeros en trabajar por una auténtica justicia social. Si sólo profesamos
nuestra fe en los templos y después vivimos como ateos no tenemos derecho a
volver a Dios para escucharlo sólo por costumbre y para volver, malamente, a
vivir hipócritamente un fe que, aparentemente decimos tener en los templos y en
la vida privada, pero que nos da miedo confesarla en los diversos ambientes en
que se desarrolle nuestra vida. Los cristianos somos los responsables de que el
mundo sea cada vez más justo, más recto, más fraterno. ¿Seremos capaces de
permitirle al Espíritu de Dios que realice su obra de salvación en el mundo por
medio nuestro, para que todos puedan llegar a la consecución de la esperanza de
salvación, que ha encendido Jesucristo en nosotros mediante la entrega de su
propia vida?
Roguémosle al Señor que
nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la
gracia de vivir como un signo vivo, creíble y valiente del Reino de Dios entre
nosotros. Amén.
Homiliacatolica.com