¡Amor y paz!
La autoridad tiene una
dinámica interna corrosiva que le lleva a deslizarse hasta convertirse en un
poder opresor. El poder instrumentaliza todo, justifica todo a su servicio y de
ahí se sigue muerte para los demás (o sufrimiento, o hambre, o esclavitud, o
tantas cosas). Por eso Jesús quiere desencadenar la dinámica contraria:
"No ha venido a que le sirvan, sino para servir y para dar la vida por
todos". Esto va a producir su muerte, pero, en cambio, será vida para los
demás. He ahí la alternativa: un poder que todo lo instrumentaliza para su
éxito y que mata; o una autoridad que todo lo pone al servicio de los demás, e
incluso muere (Dabar 1982, 52).
Hoy celebramos el Día Mundial de las Misiones. Oremos y, si podemos, ayudemos a quienes llevan y defienden la fe en territorios lejanos y, asimismo, pidámosle al Señor que descubramos y realicemos nuestra propia misión donde y como Él lo desee.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este XXIX Domingo del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Marcos 10,35-45.
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir". El les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?". Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria". Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?". "Podemos", le respondieron. Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados". Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos. Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud".
Comentario
1. Beber la copa de
Jesús
Para comprender mejor el
evangelio de hoy, tengamos en cuenta que, según el relato de Marcos, el
episodio sucede inmediatamente después de que Jesús anunciara por tercera vez a
los apóstoles sus sufrimientos y su muerte humillante en Jerusalén.
Y, como en otras
ocasiones, el evangelista Marcos contrasta las palabras y la actitud de Jesús
con la ambición y el egoísmo de los apóstoles. Parece que cuanto más próxima se
encuentra la hora de los dolores de Jesús, más fuerte es la resistencia de sus
discípulos a aceptarla.
Posiblemente nosotros ya
estemos acostumbrados a ver a Jesús clavado en la cruz porque desde pequeños
tenemos esta imagen; pero en tiempos de Jesús la idea de un mesías sufriente y
muerto en la cruz a manos de los odiados opresores del pueblo, era totalmente
ajena a la mentalidad judía y aun era considerada como blasfema. El pesado yugo
romano reclamaba un mesías libertador que destruyera con las armas el poder
opresor para establecer el reino de David en forma imperecedera.
Es perfectamente comprensible,
entonces, que los apóstoles no entendieran nada de lo que Jesús les anunciaba,
y Marcos parece divertirse poniendo de relieve la tozudez de los apóstoles.
Sin embargo, hay algo más
todavía. Marcos parece referirse más bien a que los apóstoles quedaron
totalmente defraudados ante la muerte de Jesús y que les costó mucho descubrir
su significado. Sólo a partir de la resurrección repasarán los hechos vividos
junto a Jesús y se preguntarán cómo les fue posible pasar tanto tiempo con él
sin avizorar la novedad de su mensaje.
Así, pues, los tres
anuncios de la pasión y muerte expresan vivamente la fe nueva de los apóstoles
en Cristo muerto y resucitado, en contraste con la vieja fe en un Cristo
guerrero. Y los recuerdos de ciertos hechos vividos junto a Jesús, como las
discusiones tenidas acerca de los primeros puestos y otras similares, pasarán a
ser signos de toda una actitud que puede en cada momento infiltrarse en el
creyente.
El evangelista Marcos no
descarta la posibilidad de que cada hombre sienta cierta repugnancia por el
camino que traza Jesucristo. Incluso la misma Iglesia -a pesar de su profesión
de fe cristiana- parece seguir apegada más de la cuenta a un enfoque demasiado
mundano del mesianismo de Jesucristo.
Y cuando los apóstoles
anuncian al mesías muerto en la cruz, tratan de paliar el escándalo que puedan
producir sus palabras, presentando su propio ejemplo: también ellos se
resistieron a esta idea y, sin embargo, ahora creen. Ellos no anuncian una fe
fácil y cómoda, a tal punto que a quienes más difícil y dura les resultó fue a
ellos mismos.
Decíamos anteriormente que
nosotros estamos acostumbrados a ver la imagen del Cristo crucificado. Pero nos
podemos preguntar una vez más si hemos aceptado hasta sus últimas consecuencias
la actitud de Jesús y la llamada que nos hace a seguirlo.
Precisamente el texto
evangélico de hoy vuelve a poner el dedo en la llaga y, por tercera vez en
pocas semanas y nos llama a seguir a Jesucristo por el estrecho camino del
servicio fraterno.
Tres eran los apóstoles
líderes del grupo: Pedro, Santiago y Juan. Estos dos últimos, hermanos entre
sí, llamados por su impetuosidad «los hijos del trueno», protagonizaron el
episodio del evangelio de hoy. Suponiendo que debía estar muy lejos el día en que
se inaugurara el reino de Cristo, se adelantaron al resto de sus compañeros y
le dijeron a Jesús: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.» La
forma no es muy humilde ni muy cortés; es atrevida. Saben que Jesús tiene ahora
pocos seguidores y aprovechan su situación de «fieles» para exigir algo por esa
fidelidad. Están buscando una recompensa a su fe.
Se trata de una actitud
muy común entre nosotros: suponemos que Dios se encuentra muy necesitado de
nosotros y que de alguna manera está obligado a recompensar nuestros buenos
servicios. Mas como Dios no suele darse por aludido, surge nuestra oración, al
modo de la de los hijos del trueno: impetuosa y atrevida. No faltan los que
hasta esconden una velada amenaza: «Si no me concedes tal cosa, no iré más a
misa o abandonaré la Iglesia.» Esta manera de proceder descubre cuán lejos se
está de una fe concebida como servicio.
Servir a Dios en el amor
es una donación gratuita de uno mismo; quien ama por la recompensa que pueda
darle el amado, en realidad se ama a sí mismo.
Los apóstoles tenían por aquel
entonces una fe muy inmadura: buscaban la recompensa y seguían a Jesús por esa
recompensa. De aquí que cuando vieron que Jesús era aprisionado, todos lo
abandonaron: ¿Para qué sirve un Dios que ya no nos puede ofrecer nada? Lo mismo
nos sucede con las devociones a los santos y a la Virgen María. Veneramos al
santo más famoso en conceder favores, y hasta llegamos a discutir qué virgen es
la que más oye a sus devotos...
¿Qué tiene que ver todo
esto con una fe auténtica? Esto es lo que debemos plantearnos hoy. La religión
cristiana no es una lotería de beneficencia ni una compañía de seguros; tampoco
Dios o los santos son gerentes de las mismas.
La fe cristiana es el
seguimiento de Jesús. Es a nosotros mismos a quienes debemos exigir esto o lo
otro.
De lo contrario, no
solamente no superamos la etapa del Antiguo Testamento, sino que podemos con
mucha facilidad convertir el cristianismo en una religión pagana con su panteón
de dioses sujetos al capricho de los hombres. Y ante la proposición de los dos
hermanos, Jesús asiente... Ellos, entonces, le piden las dos principales
carteras del nuevo gobierno. Jesús les deja llevar las cosas hasta el preciso
momento en que pueda hacerles descubrir esto "nuevo" que es la fe.
Llegado el momento les dice: «No sabéis lo que pedís.» O sea: no tenéis idea de
lo absurda que es vuestra petición; no habéis comprendido nada de lo que
significa ser el Cristo y de lo que implica seguirlo.
En efecto: seguir a Cristo
es compartir su cruz. Por eso, a su vez, les pregunta: «¿Sois capaces de beber
el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy
a bautizar?» Y, aunque parezca insólito, la respuesta de los dos hermanos fue
decidida: «Lo somos.» Lo cierto es que ambos abandonaron a Jesús en el
Getsemaní, aunque Juan volverá después y estará con María al pie de la cruz.
Santiago, por su parte, retornará a la fe después de la pascua y morirá mártir
a manos de los judíos en la misma Jerusalén (He 12,2).
No podemos dudar de la
sinceridad de ambos, aunque seguramente cuando pronunciaron aquel enfático
«podemos», no imaginaban todo su alcance. Jesús, a su vez, confirma que ambos
lo seguirán por el camino del sufrimiento, pero les aclara, para que no queden
dudas, que eso no les da derecho a recompensa especial alguna.
Por qué el seguir a Cristo
con la cruz de cada día no nos da derecho a recompensas especiales, lo
explicará en seguida Jesús a todo el grupo apostólico. Pero ahora queda en
claro algo: Hay una sola forma de seguir a Jesús, y es bebiendo su misma copa,
bautizándose en la muerte de uno mismo. Aquí podemos hacer referencia a dos
sacramentos a través de los cuales nos unimos al Cristo de la cruz y del amor.
Son el bautismo y la eucaristía.
BAU/MUERTE:
Al bautizarnos nos sumergimos en la muerte de Jesús para morir a nosotros
mismos. Allí muere el egoísmo y de allí resurgimos como hombres nuevos. Pero
este bautizarse no es un rito mágico: es un proceso que dura toda la vida. Cada
día hay que morir al propio ego, a la vanidad, al orgullo, al egoísmo, etc.
A su vez, cada vez que
comulgamos, nos unimos al Cristo que derrama su vida por amor a los hombres.
Comulgar es comprometerse a compartir el mismo gesto de Jesús. En cada misa,
Jesús vuelve a preguntarnos: «¿Podéis beber esta copa que yo bebo?»
2. La jerarquía como
servicio
En un grupo donde los
ambiciosos tratan de escalar, pronto surge la indignación y el resentimiento de
los demás. Y así sucedió con los otros diez apóstoles, que pensaron que había
sido una actitud desleal hacia el grupo el adelantarse para pedir los primeros
puestos.
Jesús, con toda paciencia,
vuelve a catequizarlos sobre el tema del servicio a la comunidad, tema que ya
hemos reflexionado en varias oportunidades. Jesús no niega que los apóstoles
han de ocupar en su Iglesia cierto puesto de relevancia y jerarquía. Pero la
pregunta es otra: ¿Qué significa tener autoridad dentro de la Iglesia? Y el
mismo Jesús distingue dos formas de ejercer la autoridad.
Una es la común entre los
gobernantes y los poderosos: éstos hacen sentir a sus súbditos todo el peso de
su autoridad; se sienten dueños de la comunidad y lo hacen pesar; disponen de
todo sin consulta alguna y toman las decisiones como si los demás no
existieran. La comunidad sólo tiene el derecho de ejecutar órdenes. Y Jesús
aclara: «Pero entre vosotros no debe suceder así.» En la Iglesia, el ejercicio
de la autoridad debe ser algo diametralmente distinto, incluso opuesto. Y así
-nos dice Jesús-, el que quiera ser grande, que se haga servidor de los otros;
y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo
Hijo del Hombre no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate de
la multitud.
Para que no queden dudas
acerca del sentido de su pensamiento, Jesús distingue entre «importante» y
«primero». Importantes son todos los que sirven a otros; primero es el que
sirve a todos. Por lo tanto, existe en la Iglesia una jerarquía: la jerarquía
del servicio a los hermanos.
Quien esté a la cabeza de
una comunidad, que sea el más humilde, el más dado a los demás, el más
generoso, el más olvidado de sí mismo.
Que se suprima hasta la
apariencia de la autoridad impuesta, hasta los títulos honoríficos que puedan
dar lugar a malentendidos. Que todos puedan tener acceso a sus pastores o «superiores»,
porque ellos son los servidores, no los que han de ser servidos...
El mensaje de Jesús no se
refiere solamente a obispos, sacerdotes y superiores de comunidades cristianas.
Crea también un espíritu y
una actitud en todos los que le siguen. Cuando Jesús habla de que «va a dar su
vida en rescate por todos», se refiere sin duda alguna al texto de Isaías que
hoy hemos escuchado en la primera lectura. Dicho texto se refiere al Siervo de
Yavé -que es todo el pueblo creyente y no sólo determinado personaje-, quien
será afligido en el dolor, pero que con ese dolor asumirá los pecados de toda
la humanidad. Jesucristo fue el primero en ejercer esa función salvadora: en su
cuerpo cargó nuestro pecado. Pero el cuerpo de Cristo es toda la Iglesia, toda
la comunidad cristiana, que debe sentirse servidora de la humanidad y dispuesta
a dar su vida por la liberación de todos.
Por el bautismo -y lo
rubricamos en cada Eucaristía- nos incorporamos al cuerpo de Cristo en cuanto
servidor de la humanidad. Sin la comunidad, el cuerpo de Jesús queda aislado
como un grito que se pierde en el desierto. Jesús fue el primero en sentirse
solidario con toda la humanidad, sin distinción de raza, credo, condición
social o cultura. Es «el primero» entre todos los hombres porque se hizo
servidor de toda la humanidad y por la dimensión infinita de su amor. Pues
bien: seguir a Jesús como discípulo suyo es sentir a todos los hombres como
hermanos y como miembros de nuestra propia familia. Esto es fácil decirlo, pero
cómo cuesta hacerlo realidad cuando descubrimos que ese otro hombre no comparte
nuestra lengua, ni nuestra cultura, ni la raza, ni la ideología política, ni la
clase social...
Y, sin embargo, el
cristiano se define por su servicio a todo hombre, aun al extraño, aun al
enemigo.
La comunidad cristiana es
la comunidad siempre lista, con ese sí alegre y generoso. Una comunidad
cristiana -con sus pastores a la cabeza- no puede esperar que le traigan los
problemas: debe buscarlos allí donde están para aportar su solución. Ella debe
ser la presencia viva de Cristo. Decimos «presencia», lo que implica estar,
estar físicamente, estar con todo lo que se es y se siente. Estar pensando, hablando,
sintiendo, diciendo y haciendo.
Una Iglesia servidora
podrá olvidarse del sufrimiento propio, pero deberá ser la primera en levantar
el grito cuando alguien, cualquier persona -precisamente porque es cualquier
persona- es encarcelada injustamente o queda despedida de su trabajo o sometida
a cualquier tipo de vejamen.
No es signo de servicio
cristiano el preocuparnos solamente por los nuestros; eso lo hacen también los
paganos y hasta los maleantes... Lo nuevo de la fe en Cristo está en darse al
otro porque es «otro», alguien distinto a mí sea por su cultura, credo o
cualquier otra circunstancia.
Por eso Jesús dice
-siguiendo a Isaías- que él da su vida por el rescate del otro. Siendo
inocente, entregó su vida por los culpables. Lo increíblemente nuevo de la fe
cristiana es que los discípulos de Jesús se comprometen a lo mismo... La
comunidad cristiana sería como el «parachoques» de la humanidad.
Siempre un proceso
liberador supone dolor y sangre derramada... El problema está en saber quiénes
están dispuestos a asumir ese dolor y a derramar esa sangre.
Quienes lo hagan, tienen
derecho a llamarse cristianos. Los demás seguiremos en el catecumenado...
SANTOS
BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B. 3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 330 ss.
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B. 3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 330 ss.