¡Amor y paz!
El Evangelio, durante
todos los domingos del tiempo ordinario, nos está presentando la personalidad
arrolladora de Jesús; nos lo presenta en los sucesos ordinarios de la vida, con
sus actitudes y comportamientos ante los seres humanos.
No estaría de más que la
lectura del Evangelio la hiciéramos hoy transparente a través de aquel
maravilloso texto de la "Constitución sobre la Iglesia en el mundo
actual" (Gaudium et Spes), del Concilio Vaticano II: "Los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Jesús. Nada hay verdaderamente
humano que no encuentre eco en su corazón" (Felipe Borau - Dabar 1989/32).
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Décimo Domingo del Tiempo
Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 7,11-17.
Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores.» Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate.» Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.» Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en sus alrededores.
Comentario
Alguna vez recibí la siguiente historia que vino a la memoria al leer el
texto que nos presenta hoy el evangelio de san Lucas: “Un grupo de vendedores
fue a una convención de ventas. Todos le habían prometido a sus esposas que
llegarían a tiempo para cenar el viernes por la noche. Sin embargo, la
convención terminó un poco tarde, y llegaron retrasados al aeropuerto. Entraron
todos con sus boletos y portafolios, corriendo por los pasillos. De repente, y
sin quererlo, uno de los vendedores tropezó con una mesa que tenía una canasta
de manzanas. Las manzanas salieron volando por todas partes. Sin detenerse, ni
voltear para atrás, los vendedores siguieron corriendo, y apenas alcanzaron a
subirse al avión. Todos menos uno. Este se detuvo, respiró hondo, y experimentó
un sentimiento de compasión por la dueña del puesto de manzanas. Le dijo a sus
amigos que siguieran sin él y le pidió a uno de ellos que al llegar llamara a
su esposa y le explicara que iba a llegar en un vuelo más tarde.
Luego se regresó a la terminal y se encontró con todas las manzanas tiradas
por el suelo. Su sorpresa fue enorme, al darse cuenta de que la dueña del
puesto era una niña ciega. La encontró llorando, con enormes lágrimas corriendo
por sus mejillas. Tanteaba el piso, tratando, en vano, de recoger las manzanas,
mientras la multitud pasaba, vertiginosa, sin detenerse; sin importarle su
desdicha. El hombre se arrodilló con ella, juntó las manzanas, las metió a la
canasta y le ayudó a montar el puesto nuevamente. Mientras lo hacía, se dio
cuenta de que muchas se habían golpeado y estaban magulladas. Las tomó y las
puso en otra canasta. Cuando terminó, sacó su cartera y le dijo a la niña:
"Toma, por favor, estos diez mil pesos por el daño que hicimos. ¿Estás
bien?" Ella, llorando, asintió con la cabeza. El continuó, diciéndole,
"Espero no haber arruinado tu día". Conforme el vendedor empezó a
alejarse, la niña le gritó: "Señor..." Él se detuvo y volteó a mirar
esos ojos ciegos. Ella continuó: ¿Es usted Jesús...? Él se paró en seco y dio
varias vueltas, antes de dirigirse a abordar otro vuelo, con esa pregunta
quemándole y vibrando en su alma: ¿Es usted Jesús?"
Cuando Jesús llega a Naín, acompañado de sus discípulos, fue testigo de una
escena conmovedora: una viuda que iba a enterrar a su único hijo, en compañía
de la gente de su pueblo. “Al verla, el Señor tuvo compasión de ella y le dijo:
–No llores. En seguida se acercó y tocó la camilla, y los que la llevaban se
detuvieron. Jesús le dijo al muerto: –Joven, a ti te digo: ¡Levántate! Entonces
el que estaba muerto se sentó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a la
madre”.
La cuestión está en que Jesús no podía pasar al lado de un necesitado, ni
de nadie que estuviera sufriendo, por cualquier causa, sin sentir ‘dolor de
estómago’, que es propiamente la traducción de la expresión: ‘compasión’. Se le
conmovieron las entrañas, se le revolvieron las tripas, le dolió como si fuera
a él… Jesús no pasó, ni ha pasado nunca junto a nuestros dolores, sin hacer
nada. Aunque muchas veces pensemos que nos deja solos, no nos responde
precisamente cuando lo necesitamos. Jesús es la respuesta de Dios a todos
nuestros dolores y sufrimientos. Por eso, los testigos de esta señal de Jesús
decían: “Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. También decían: Dios ha
venido a ayudar a su pueblo”.
La próxima vez que nos crucemos con alguien que
sufre, detengámonos un momento, como lo hizo Jesús, o como hizo el vendedor de
la historia, para acercarnos a la persona que necesita de nuestra solidaridad y
dejemos que ese dolor de estómago que nos da, no nos deje pasar de largo.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Sacerdote
jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia
Universidad Javeriana – Bogotá