domingo, 9 de junio de 2013

“Al verla, el Señor se compadeció de ella…”

¡Amor y paz!

El Evangelio, durante todos los domingos del tiempo ordinario, nos está presentando la personalidad arrolladora de Jesús; nos lo presenta en los sucesos ordinarios de la vida, con sus actitudes y comportamientos ante los seres humanos.  

No estaría de más que la lectura del Evangelio la hiciéramos hoy transparente a través de aquel maravilloso texto de la "Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual" (Gaudium et Spes), del Concilio Vaticano II: "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Jesús. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón" (Felipe Borau - Dabar 1989/32).

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Décimo Domingo del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 7,11-17. 
Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores.» Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate.» Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.» Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en sus alrededores.
Comentario

Alguna vez recibí la siguiente historia que vino a la memoria al leer el texto que nos presenta hoy el evangelio de san Lucas: “Un grupo de vendedores fue a una convención de ventas. Todos le habían prometido a sus esposas que llegarían a tiempo para cenar el viernes por la noche. Sin embargo, la convención terminó un poco tarde, y llegaron retrasados al aeropuerto. Entraron todos con sus boletos y portafolios, corriendo por los pasillos. De repente, y sin quererlo, uno de los vendedores tropezó con una mesa que tenía una canasta de manzanas. Las manzanas salieron volando por todas partes. Sin detenerse, ni voltear para atrás, los vendedores siguieron corriendo, y apenas alcanzaron a subirse al avión. Todos menos uno. Este se detuvo, respiró hondo, y experimentó un sentimiento de compasión por la dueña del puesto de manzanas. Le dijo a sus amigos que siguieran sin él y le pidió a uno de ellos que al llegar llamara a su esposa y le explicara que iba a llegar en un vuelo más tarde.

Luego se regresó a la terminal y se encontró con todas las manzanas tiradas por el suelo. Su sorpresa fue enorme, al darse cuenta de que la dueña del puesto era una niña ciega. La encontró llorando, con enormes lágrimas corriendo por sus mejillas. Tanteaba el piso, tratando, en vano, de recoger las manzanas, mientras la multitud pasaba, vertiginosa, sin detenerse; sin importarle su desdicha. El hombre se arrodilló con ella, juntó las manzanas, las metió a la canasta y le ayudó a montar el puesto nuevamente. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que muchas se habían golpeado y estaban magulladas. Las tomó y las puso en otra canasta. Cuando terminó, sacó su cartera y le dijo a la niña: "Toma, por favor, estos diez mil pesos por el daño que hicimos. ¿Estás bien?" Ella, llorando, asintió con la cabeza. El continuó, diciéndole, "Espero no haber arruinado tu día". Conforme el vendedor empezó a alejarse, la niña le gritó: "Señor..." Él se detuvo y volteó a mirar esos ojos ciegos. Ella continuó: ¿Es usted Jesús...? Él se paró en seco y dio varias vueltas, antes de dirigirse a abordar otro vuelo, con esa pregunta quemándole y vibrando en su alma: ¿Es usted Jesús?"

Cuando Jesús llega a Naín, acompañado de sus discípulos, fue testigo de una escena conmovedora: una viuda que iba a enterrar a su único hijo, en compañía de la gente de su pueblo. “Al verla, el Señor tuvo compasión de ella y le dijo: –No llores. En seguida se acercó y tocó la camilla, y los que la llevaban se detuvieron. Jesús le dijo al muerto: –Joven, a ti te digo: ¡Levántate! Entonces el que estaba muerto se sentó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a la madre”.

La cuestión está en que Jesús no podía pasar al lado de un necesitado, ni de nadie que estuviera sufriendo, por cualquier causa, sin sentir ‘dolor de estómago’, que es propiamente la traducción de la expresión: ‘compasión’. Se le conmovieron las entrañas, se le revolvieron las tripas, le dolió como si fuera a él… Jesús no pasó, ni ha pasado nunca junto a nuestros dolores, sin hacer nada. Aunque muchas veces pensemos que nos deja solos, no nos responde precisamente cuando lo necesitamos. Jesús es la respuesta de Dios a todos nuestros dolores y sufrimientos. Por eso, los testigos de esta señal de Jesús decían: “Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. También decían: Dios ha venido a ayudar a su pueblo”.

La próxima vez que nos crucemos con alguien que sufre, detengámonos un momento, como lo hizo Jesús, o como hizo el vendedor de la historia, para acercarnos a la persona que necesita de nuestra solidaridad y dejemos que ese dolor de estómago que nos da, no nos deje pasar de largo.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá