¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, a la manera de
la lectio divina, en este jueves de la cuarta semana
de Cuaresma.
Dios
nos bendice...
LECTIO
Primera lectura: Éxodo 32,7-14
'El Señor dijo a
Moisés:
- Vete, baja porque se ha pervertido tu pueblo,
el que tú sacaste de Egipto. Muy pronto se han apartado del camino que les
señalé, pues se han fabricado un becerro chapado en oro, se están
postrando ante él, le ofrecen sacrificios y repiten: "Israel, éste es
tu Dios, el que te sacó de Egipto".
Y añadió el Señor:
- Me estoy dando cuenta de que ese pueblo es un
pueblo obcecado. Déjame; voy a desahogar mi furor contra ellos y los
aniquilaré. A ti, sin embargo, te convertiré en padre de una gran nación.
Moisés suplicó al
Señor, su Dios, diciendo:
- Señor, ¿por qué se va a desahogar tu furor
contra tu pueblo, al que tú sacaste de Egipto con tan gran fuerza y poder?
¿Vas a permitir que digan los egipcios: "Los sacó con mala intención,
para matarlos entre los montes y borrarlos de la faz de la tierra"?
Aplaca el ardor de tu ira y arrepiéntete de haber querido hacer el mal a
tu pueblo. Recuerda a Abrahán, a Isaac y a Israel, tus servidores, a
quienes juraste por tu honor y les prometiste: "Multiplicaré vuestra
descendencia como las estrellas del cielo y daré a vuestros descendientes
esa tierra de la que os hablé, para que la posean como heredad
eterna".
Y el Señor se
arrepintió del mal que había querido hacer a su pueblo.
Dios acaba de establecer su alianza con Israel, confirmándola con una solemne promesa (cf. Ex 24,3). Moisés todavía está en el monte Sinaí en presencia del Señor, donde recibe las tablas de la Ley, documento base de la alianza. Pero el pueblo ya ha cedido a la tentación de la idolatría: se construye un becerro de oro, obra de manos humanas, y se atreve a adorarlo como el Dios que le ha librado de la esclavitud de Egipto (v 8).
Dios montó en cólera (las
características antropomórficas con las que se describe a Dios en este episodio
atestiguan la antigüedad del fragmento). Sin duda, informó a Moisés de lo
acaecido (v 7): se ha roto la alianza. Es un momento trágico: Dios está a punto
de repudiar a Israel, sorprendido en flagrante adulterio. Aunque Moisés, jefe
del pueblo, permaneció fiel. ¿Le rechazará también el Señor? No, pero se pondrá
a prueba su fidelidad. ¿Cómo? Mientras el Señor amenaza con destruir al pueblo,
propone a Moisés comenzar con él una nueva historia y le promete un futuro rico
de esperanza (v 10).
Moisés no cede a la "tentación".
Ha recibido la misión de guiar a Israel hacia la tierra prometida y no abandona
al pueblo. Como en otro tiempo Abrahán (cf. Gn 18), intercede poniéndose como
un escudo entre Dios y el pueblo pecador. Con su súplica, trata de "dulcificar
el rostro del Señor" (v. 11). Su angustiosa
oración, en la que recuerda al Señor las promesas hechas a los patriarcas, es
tan ardiente que llega al corazón de Dios.
Evangelio: Juan 5,31-47
Dijo Jesús: " Si
me presentase como testigo de mí mismo, mi testimonio carecería de valor. Es
otro el que testifica a mi favor, y su testimonio es válido. "Vosotros
mismos enviasteis una comisión a preguntar a Juan, y él dio testimonio a favor
de la verdad. Y no es que yo tenga necesidad de testigos humanos que
testifiquen a mi favor; si digo esto es para que vosotros podáis salvaros. Juan
el Bautista era como una lámpara encendida que alumbraba; vosotros estuvisteis
dispuestos, durante algún tiempo, a alegraros con su luz. Pero yo tengo a mi
favor un testimonio de mayor valor que el de Juan. Una prueba evidente de que
el Padre me ha enviado es que realizo la obra que el Padre me encargó llevar a
cabo.
También habla a mi
favor el Padre que me envió, aunque vosotros nunca habéis oído su voz ni visto
su rostro. Su palabra no ha tenido acogida en vosotros; así lo prueba el hecho
de que no queréis creer en el enviado del Padre. Estudiáis apasionadamente las
Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna; pues bien, también las
Escrituras hablan de mí; y a pesar de ello, vosotros no queréis aceptarme para
tener vida eterna.
Yo no busco honores que
puedan dar los hombres. Además, os conozco muy bien y sé que no amáis a Dios.
Yo he venido de parte
de mi Padre, pero vosotros no me aceptáis; en cambio, aceptaríais a cualquier
otro que viniera en nombre propio. ¿Cómo vais a creer vosotros,
si lo que os preocupa es recibir honores los unos de los otros y no os
interesáis por el verdadero honor, que viene del Dios único? No penséis que voy
a ser yo quien os acuse ante mi Padre; os acusará Moisés, en quien tenéis
puesta vuestra esperanza. El escribió acerca de mí; por eso, si creyerais a
Moisés, también me creeríais a mí. Pero si no creéis lo que él escribió, ¿cómo
vais a creer lo que yo digo?
Continúa el discurso apologético de Jesús como réplica a las acusaciones de los judíos. A medida que avanza el discurso, se va enconando más y más. Cada vez aparece más clara la distinción entre el "yo" de Jesús y el "vosotros" de los oyentes hostiles. La perícopa llega al punto culminante del proceso del Señor Dios contra su pueblo amado con predilección, pero obstinadamente rebelde, ciego y sordo.
Cuatro son los testimonios
aducidos por Jesús que deberían llevar a los oyentes a reconocerlo como Mesías,
el enviado del Padre, el Hijo de Dios: las palabras de Juan Bautista, hombre
enviado por Dios; las obras de vida que él mismo ha realizado por mandato de
Dios; la voz del Padre, y, finalmente, las Escrituras.
Estos testimonios, tan
diversos, tienen dos características comunes: por una parte, como respuesta a
la acusación de blasfemia por los judíos contra Jesús, remiten al actuar
salvífico de Dios Padre; por otra, no dicen nada verdaderamente nuevo.
Los judíos se encuentran
así sometidos a un proceso. Su ceguera procede de una desviación radical,
interior: los acusadores no buscan la "gloria que procede sólo de
Dios", revela el riesgo y les pone en guardia: creen obtener vida
eterna escudriñando los escritos de Moisés, pero estos escritos son los que les
acusan. ¿El intercesor por excelencia tendrá que convertirse en su acusador? El
fragmento concluye con una pregunta que pide a cada uno examinar la
autenticidad y sinceridad de la propia fe.
MEDITATIO
Llevar una vida
auténticamente religiosa significa ante todo sentirse dependiente de
Dios, unidos a él con un vínculo indisoluble. Lo demás es secundario.
De ahí brotan las actitudes espirituales y prácticas que caracterizan al
creyente y le diferencian del no creyente. El creyente es el que, en una
situación de prueba, no abandona a Dios como si fuese la causa de su mal, sino
que se vuelve hacia él con una insistencia invencible, como hizo Moisés.
Además, el creyente adulto
en la fe siente como prueba personal las pruebas de sus hermanos próximos o
lejanos: en todos ve a su prójimo. Ora por todos y es un intercesor universal,
dispuesto a cargar con las debilidades de los demás, a sufrir para que los
otros puedan ser aliviados en su dolor, como hicieron Moisés
y, sobre todo,
Jesús, el inocente muerto como pecador por nosotros, injustos.
En esta humilde,
fiel y continua donación de sí está el verdadero testimonio. Frente
a una vida entregada al servicio de los más débiles, frente a personas que no
acusan, sino que suplican y perdonan, antes o después surgirá la
pregunta: "¿Por qué actúa así?". La
existencia de un Dios que es amor no se "demuestra" más que dejando
transparentar que vive en los corazones de los que le acogen.
ORATIO
Señor, esplendor de la gloria del Padre, ten piedad de
nosotros. Hemos buscado la gloria humana vanamente: lo único que sacamos es
hacernos más duros de corazón, sin saber dar un sentido a las cosas, a los
acontecimientos. Queremos ir a ti para tener vida; a ti, que eres transparencia
del rostro del Dios-humildad.
Jesús, testigo fiel y veraz del Padre, ten piedad de nosotros.
Hemos rechazado las exigencias de tu Palabra y hemos preferido seguir los
ídolos del mundo, viviendo una "espiritualidad de compromiso":
ilusiones falaces que apagan el amor interior. Queremos ir a ti para tener
vida; a ti, que nos permites oír la voz del Dios-verdad.
Cristo, Hijo obediente enviado por el Padre, ten piedad de
nosotros. Hemos olvidado las Escrituras, que nos cuentan la pasión que sufriste
por nosotros; hemos apartado la mirada de quien todavía vive la pasión en el
cuerpo o en el corazón; intercede por nosotros, pecadores, tú, inocente Cordero
de Dios. Queremos ir a ti para tener vida; a ti, que eres la presencia
encarnada del Dios-misericordia.
CONTEMPLATIO
¡Oh, cuán bella, dulce y
cariñosa es la Sabiduría encarnada, Jesús! ¡Cuán bella es la eternidad, pues es
el esplendor de su Padre, el espejo sin mancha y la imagen de su bondad, más
radiante que el sol y más resplandeciente que la luz!
¡Cuán bella en el tiempo,
pues ha sido formada por el Espíritu Santo pura, libre de pecado y hermosa, sin
la menor mancilla, y durante su vida enamoró la mirada y el corazón de los
hombres y es actualmente la gloria de los ángeles!
¡Cuán tierna y dulce es para
los hombres, especialmente para los pobres y pecadores, a los que vino a buscar
visiblemente en el mundo y a los que sigue todavía buscando invisiblemente!
Que nadie se imagine que,
por hallarse ahora triunfante y glorioso, es Jesús menos dulce y
condescendiente; al contrario, su gloria perfecciona en cierto modo su dulzura;
más que brillar, desea perdonar; más que ostentar las riquezas de su gloria,
desea mostrar la abundancia de su misericordia (L.-M. Grignion de
Montfort, El amor de la Sabiduría eterna, XI, 126-127).
ACTIO
Repite con frecuencia y
vive hoy la Palabra: "El que cree tiene la vida eterna" (Jn
6,47).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La tradición cristiana
sostiene que el libro que vale la pena leer es nuestro Señor Jesucristo. La
palabra Biblia significa "libro", todas las páginas
de este libro hablan de él y quieren llevar a él [...r Es necesario que se dé
un encuentro entre Cristo y la persona humana, entre ese Libro que es Cristo y
el corazón humano, en el que está escrito Cristo no con tinta, sino con el
Espíritu Santo.
¿Por qué leer? Porque
Jesús mismo ha leído. Fue libro y lector, y continúa
siendo ambas cosas en nosotros. ¿Cómo leer? Como leyó Jesús. Sabemos que Jesús
leyó y explicó a Isaías en la sinagoga de Nazaret. Sabemos también cómo
comprendió las Escrituras y cómo a través de ellas se comprendió a sí mismo y
su misión. Como lector del libro y él mismo como Libro, después de su glorificación
concedió este carisma de lectura a sus discípulos, a la Iglesia y también a
nosotros. Desde entonces, gracias al Espíritu, que actúa en la Iglesia, toda
lectura del Libro sagrado es participación de este don de Cristo. Somos movidos
a leer la Escritura porque él mismo lo hizo y porque en ella le encontramos a
él. Leemos la Escritura en él y con su gracia.
Y debemos concluir que la
lectura cristiana de las Escrituras no es principalmente un ejercicio
intelectual, sino que, esencialmente, es una experiencia de Cristo, en el
Espíritu, en presencia del Padre, como el mismo Cristo está unido a él, cara a
cara, orientado a él, penetrando en él y penetrado por él. La experiencia de
Cristo fue esencialmente la conciencia de ser amado por el Padre y de responder
a este amor con el suyo. Es un intercambio de amor. A través de nuestra
experiencia personal, seremos capaces de leer a Cristo-Libro y, en
él, a Dios Padre (J. Leclercq, Ossa humiliata, Seregno 1993,
65-85, passim).