miércoles, 18 de abril de 2018

“Yo no rechazaré nunca al que venga a mí”


¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, con el método de la lectio divina, en este miércoles de la tercera semana de Pascua.

Dos nos bendice...

LECTIO

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 8, lb8

1 Aquel día se desencadenó una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén, y todos, excepto los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaria. A Esteban lo enterraron unos hombres piadosos e hicieron gran duelo por él. Saulo, por su parte, se ensañaba contra la Iglesia, entraba en las casas, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel.
4 Los que se habían dispersado fueron por todas partes anunciando el mensaje. Felipe bajó a la ciudad de Samaria y estuvo allí predicando a Cristo. La gente escuchaba con aprobación las palabras de Felipe y contemplaba los prodigios que realizaba. 7 Pues de muchos poseídos salían los espíritus inmundos, dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados. Y hubo gran alegría en aquella ciudad.

Nos encontramos aquí en presencia de otro giro decisivo en la historia de la frágil comunidad cristiana: su difusión fuera de los muros de Jerusalén. Se pasa de la persecución a la dispersión y de la dispersión a la difusión de la Palabra. Son los helenistas, los seguidores de Esteban, quienes reciben los golpes. Tienen que huir y dispersarse por las regiones de Judea y Samaría. Con ello inician la carrera de la Palabra por el mundo, «hasta los confines de la tierra».

Está también el contraste entre el «gran duelo» por la muerte de Esteban y la «gran alegría» por la acción de Felipe, otro de los Siete. Saulo «se ensañaba contra la Iglesia», pero ésta se expande precisamente entre los que están al margen del judaísmo: la salida de Jerusalén es un hecho no sólo geográfico, sino también cultural. Cristo es predicado también a los samaritanos. El fragmento da la impresión de que se ha producido un nuevo Pentecostés, una nueva primavera de la Iglesia, después de la que tuvo lugar en Jerusalén y antes de la que se produjo entre los paganos. El conjunto va acompañado de poderosos gestos de liberación: es un mundo que se renueva al contacto con la difusión de la Palabra.

Evangelio: Juan 6,35-40

En aquel tiempo, 35 dijo Jesús a la muchedumbre:
- Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed. 36 Pero vosotros, como ya os he dicho, no creéis, a pesar de haber visto. 37 Todos los que me da el Padre vendrán a mí, y yo no rechazaré nunca al que venga a mí. 38 Porque yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. 39 Y su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día. 40 Mi Padre quiere que todos los que vean al Hijo y crean en él tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día.

La muchedumbre ha visto y escuchado la Palabra de Jesús en el fragmento precedente, pero no ha reconocido en él al Hijo de Dios bajado del cielo, como el maná del desierto. Entonces denuncia Jesús, con amargura, esta difundida incredulidad de los judíos (v. 36), a pesar de que la iniciativa amorosa del Padre se sirva de la obra del Hijo para darles la salvación y la vida (cf. Jn 3,14s; 4,14.50; 5,21.25s).

La Iglesia primitiva era consciente de este conflicto con la Sinagoga y, a través del evangelista, expresa su profundo vínculo con el Maestro, subrayando que el designio de Dios se realiza mediante la acogida que todo creyente reserva a Jesús.

Él ha tomado carne humana no para hacer su propia voluntad, sino la de aquel que le ha enviado. El plan de Dios es un plan de salvación, y el Padre, confiándolo al Hijo, proclama que los hombres se salvan en Jesús, sin que se pierda ninguno. Más aún, aquellos que han sido confiados por el Padre al Hijo, quiere que los «resucite en el último día» (v. 39).

La expresión «último día» tiene un significado preciso en Juan: es el día en que termina la creación del hombre y tiene lugar la muerte de Jesús, es el día del triunfo final del Hijo sobre la muerte; en él, todos podrán probar «el agua del Espíritu» que será entregada a la humanidad. En ese día, Jesús dará cumplimiento a su misión mediante la resurrección y dará la vida definitiva. Esta última tiene su comienzo aquí en la fe, y su plena realización en la resurrección al final de los tiempos. Los que crean en Jesús, Hijo de Dios, no experimentarán la muerte, sino que disfrutarán de una vida inmortal.

MEDITATIO

El fragmento de los Hechos de los Apóstoles pone claramente de manifiesto que una de las causas de la difusión del Evangelio a través del mundo es la persecución. Son objeto de la misma los irreductibles, los «extremistas» compañeros de Esteban, los que no aceptaban componendas con el judaísmo. Los apóstoles se libran por ahora, posiblemente porque todavía confían en encontrar una solución a los delicados problemas planteados con la tradición judía. La persecución le ha ayudado a la Iglesia a no dormirse y a encontrar o reencontrar sus propias raíces misioneras. Estas han sido después el secreto de su perenne juventud. La Revolución francesa, por poner un solo ejemplo, supuso una fuerte prueba para la Iglesia, pero le hizo salir de la tormenta más delgada y más dispuesta a reemprender su itinerario misionero por el mundo.

Cuando existe el peligro de instalarnos cómodamente en un lugar, cuando existe la tentación de considerarnos integrados en un contexto social, cuando estamos demasiado tranquilos, entonces es cuando interviene el Espíritu para dar la alarma a través de diversas pruebas, la más terrible de las cuales -aunque quizás también la más eficaz- es la persecución. Esta última da frutos cuando la Iglesia está viva, como en el caso de la comunidad de Jerusalén. La Palabra se difunde para que los que están dispersos queden impregnados de la novedad cristiana, de la sorprendente realidad de la salvación en la que se sentían implicados y corresponsables. Por eso puede proceder del duelo la alegría, de la diáspora el crecimiento, de la muerte de Esteban la multiplicación de los apóstoles.

ORATIO

Esta Palabra, Señor, me turba una vez más, porque me parece que tú prefieres más bien los medios rápidos para alcanzar tus fines. Querías hacer salir el alegre mensaje de Jerusalén, y surge una violenta persecución. Me siento turbado, lo confieso. Y es que me gusta evitar las desgracias y vivir en paz. En mi paz, que no es exactamente la tuya. Con mi paz no crece la alegría en el mundo; con tu dinamismo, producido de una manera frecuentemente desagradable para mí, crece, en cambio, la alegría en los que están fuera de mis intereses.

Señor, estoy turbado, sobre todo, porque esta Palabra tuya me dice que yo debería estar alegre en las persecuciones, que debería pedírtelas cuando me encuentro demasiado bien y cuando me siento satisfecho de lo que hago y de lo que me rodea. Pero te confieso que me falta valor. Con todo, hay algo que debo pedirte para no morir de vergüenza: que frente a las posibles persecuciones, puedan ver al menos mis ojos que éstas tienen un sentido para ti y para tu Iglesia. Y, por consiguiente, también para mí.

CONTEMPLATIO

Jesús invitaba [con sus palabras] a los judíos a que tuvieran fe, mientras ellos buscaban signos para creer. Sabían que habían sido saciados con cinco panes, pero preferían el maná del cielo a aquel otro alimento. Sin embargo, el Señor decía que era muy superior a Moisés: éste no se había atrevido nunca a prometer el alimento «permanente, el que da la vida eterna» (cf. Jn 6,27). En consecuencia, Jesús prometía algo más que Moisés. Este prometía llenar el estómago aquí en la tierra, aunque de un alimento que perece; Jesús prometía el «alimento permanente».

El verdadero pan es el que da la vida al mundo. El maná era símbolo de este alimento, y todas esas cosas -dice el Señor a los judíos- eran signos que hacían referencia a mí. Os habéis apegado a los signos que se referían a mí, y me rechazáis a mí, que soy aquel a quien se referían los signos. No fue, por tanto, Moisés el que dio el pan del cielo: es Dios quien lo da (cf. Jn 6,32). Ahora bien, ¿qué pan? ¿Acaso el maná? No, no el maná, sino el pan del que era signo el maná, o sea, el mismo Señor Jesús. Porque «el pan de Dios viene del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,33) (Agustín, Comentario al evangelio de Juan, 25,12s, passim).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Grandes son la obras del Señor» (Sal 110,2).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Existe una compenetración entre el sufrimiento —llamémoslo cruz, una palabra que lo resume transfigura— el compromiso apostólico, esto es, la construcción de la Iglesia. No es posible ser apóstol sin cargar con la cruz. Y si hoy se ofrece el deber y el honor del apostolado a todos los cristianos de manera indistinta, para que la vida cristiana se revele hoy tal cual es y debe ser, es señal de que ha sonado la hora para todo el pueblo de Dios: todos nosotros debemos ser apóstoles, todos nosotros debemos cargar con la cruz.
Para construir la Iglesia es preciso esforzarse, es preciso sufrir. Esta conclusión desconcierta ciertas concepciones erróneas de la vida cristiana presentada bajo el aspecto de la facilidad, de la comodidad, del interés temporal y personal, cuando su rostro tiene que estar siempre marcado por el signo de la cruz, por el signo del sacrificio soportado realizado por amor: amor a Cristo y a Dios, amor al prójimo, cercano o alejado. Y no es ésta una visión pesimista del cristianismo, sino una visión realista. La Iglesia debe ser un pueblo de fuertes, un pueblo de testigos animosos, un pueblo que sabe sufrir por su fe y por su difusión en el mundo, en silencio, de modo gratuito con amor (Pablo VI, Audiencia general del 1 de septiembre de 1976).

http://www.mercaba.org/LECTIO/PAS/semana3_miercoles.htm

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