¡Amor y
paz!
Los
invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios y el comentario, en este
Domingo 30o del Tiempo Ordinario, ciclo C.
Dios nos
bendice...
Primera lectura
Lectura del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18):
EL Señor es juez,
y para él no cuenta
el prestigio de las personas.
Para él no hay
acepción de personas en perjuicio del pobre,
sino que escucha la
oración del oprimido.
No desdeña la
súplica del huérfano,
ni a la viuda cuando
se desahoga en su lamento.
Quien sirve de buena
gana, es bien aceptado,
y su plegaria sube
hasta las nubes.
La oración del
humilde atraviesa las nubes,
y no se detiene
hasta que alcanza su destino.
No desiste hasta que
el Altísimo lo atiende,
juzga a los justos y
les hace justicia.
El Señor no tardará.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 33,2-3.17-18.19.23
R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó
V/. Bendigo al Señor
en todo momento,
su alabanza está
siempre en mi boca;
mi alma se gloría en
el Señor:
que los humildes lo
escuchen y se alegren R/.
V/. El Señor se
enfrenta con los malhechores,
para borrar de la
tierra su memoria.
Cuando uno grita, el
Señor lo escucha
y lo libra de sus
angustias. R/.
V/. El Señor está
cerca de los atribulados,
salva a los
abatidos.
El Señor redime a
sus siervos,
no será castigado
quien se acoge a él. R/.
Segunda lectura
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a
Timoteo (4,6-8.16-18):
Querido hermano:
Yo estoy a punto de
ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He combatido el
noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me
está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en
aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con
amor su manifestación.
En mi primera
defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea
tenido en cuenta!
Mas el Señor estuvo
a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente
el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.
El Señor me librará
de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por
los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo,
Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por
considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo,
erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni
tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo
lo que tengo”.
El publicano, en
cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino
que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten
compasión de este pecador”.
Os digo que este
bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor
Comentario
1. Dos actitudes
contrapuestas: la soberbia del fariseo y la humilde del publicano
Para el grupo
religioso de los fariseos (término tomado del hebreo que significa separados o segregados, con la connotación de incontaminados), lo
que hacía válida la conducta humana ante Dios era la práctica literal de unos
preceptos rituales consignados en la “Torá” (los cinco primeros libros de la
Biblia,) y en otros textos, que imponían un moralismo rigorista, reduciendo la
religión a prácticas externas de culto. Y los publicanos o recaudadores
públicos del tributo impuesto por el imperio romano eran considerados
pecadores, no sólo porque no practicaban aquellos ritos, sino también porque,
además de colaborar con el imperio romano, solían obtener ganancias con
prácticas deshonestas.
El fariseo de la
parábola, situado adelante y erguido como un pavo (de ahí viene el verbo
“pavonearse”), comienza dando gracias, pero no como un reconocimiento del amor
de Dios, sino por considerarse superior a los demás. El publicano, en cambio,
quedándose atrás y de rodillas, se golpea el pecho y dice con un acto de
contrición sincero: Ten compasión de este
pecador. La conclusión de la
parábola es contundente: no es el que exhibe sus méritos, sino el que reconoce
su necesidad de salvación, quien resulta “justificado”. Es
la misma idea de la primera lectura, tomada del Eclesiástico (Sir 35,
15b-17.20-22a) -también llamado Sirácida por ser su autor Ben Sirac-, un libro
sapiencial escrito hacia el año 190 a. C., que como lo hace también el Salmo
33, resalta el valor de la oración humilde.
2. Hay distintos
modos de orar, pero en todos sólo la actitud humilde es válida ante Dios
Existen distintas modalidades de
oración según el contenido de lo que expresamos al dirigirnos a Dios:
- La alabanza, oración de acción
de gracias o agradecimiento por sus beneficios.
- La expresión de fe en Dios
creador, salvador y santificador -Padre, Hijo y Espíritu Santo- (el Credo).
- El ofrecimiento a Dios de lo
que somos y tenemos, de nuestras intenciones, palabras y acciones.
- La oración de petición -por uno
mismo o por otros, por el país, por la Iglesia o por la humanidad.
- La oración de contrición o
arrepentimiento por haber ofendido a Dios de pensamiento, palabra u
omisión, en la cual además
manifestamos nuestra disposición a convertirnos, es decir, a reorientar
nuestra vida en el sentido de la
voluntad de Dios.
Todas estas modalidades de la
oración fueron empleadas por Jesús -incluso la de arrepentimiento, no por
pecados propios porque en Él no hubo pecado, pero sí por los de la humanidad,
de la cual quiso él como Hijo de Dios hacer parte, siendo verdadero hombre-. Él
mismo les enseñó a sus discípulos a orar de distintas maneras. Sin embargo,
todas ellas requieren de una disposición sin la cual ninguna de ellas sería
válida ante Dios: la actitud humilde de quien se reconoce necesitado de
salvación.
En la Misa hay varios momentos en
los que pedimos perdón:
- Al comenzar decimos
el Yo confieso u otras fórmulas penitenciales seguidas por la invocación Señor ten piedad (en
griego Kyrie eleyson, expresión que se conservó así también en la liturgia
latina).
- Inmediatamente, en las misas
dominicales y de los días de fiesta litúrgica especial, el himno en el que
decimos Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los
hombres que ama el Señor (no “que aman
al Señor”, pues el don de la paz
es ofrecido por Dios no sólo a quienes lo aman sino a todos los seres
humanos sin
distinciones), conjuga la alabanza agradecida con la imploración de
misericordia: Tú que quitas el pecado
del mundo, ten piedad de nosotros…
- El Padrenuestro, modelo de toda oración, que contiene resumidas todas las
modalidades
anteriormente indicadas, entre
ellas la petición de perdón junto con la disposición a perdonar.
- Finalmente, cuando
decimos Cordero de Dios… ten
piedad de nosotros y Señor, yo no soy digno…,
reconocemos humildemente nuestra
necesidad de la misericordia divina.
Ahora bien, en su sentido
auténtico, toda oración de petición del perdón es una actitud no motivada por
un complejo enfermizo de sentimientos de culpa que llevan a la desesperación e
incluso a la autodestrucción, sino por la aceptación sincera y constructiva de
lo que somos: criaturas de Dios necesitadas de salvación.
3.
Reconocimiento humilde de la gracia de Dios, al sentir satisfacción por el
deber cumplido
El apóstol san Pablo,
que había sido fariseo antes de su conversión, expresa en su segunda carta a
Timoteo (2 Tm 4, 6-8.16-18), la satisfacción que siente por el deber cumplido
en el desempeño de su misión, y la esperanza en el premio que Dios le tiene preparado.
Pero no con la jactancia arrogante del soberbio, sino con la humildad de quien
reconoce que ha realizado la tareas encomendada no exclusivamente por sus
propias fuerzas, sino gracias a la misericordia infinita y al poder del amor de
Dios: el Señor me ayudó y me
dio fuerzas; me libró, seguirá librándome de todo mal, Él me salvará.
Así pues, dispongamos nuestras
mentes y nuestros corazones para orar con una actitud humilde, lo que en suma
significa reconocer nuestra condición humana, necesitada del amor infinito de
Dios.
El mensaje del Domingo
Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.
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