miércoles, 12 de noviembre de 2014

¡Sólo uno, de diez, volvió a dar gracias a Dios!

¡Amor y paz!

El episodio que narra hoy el evangelio sobre los leprosos no puede menos de evocar esa escena tan común del niño que, habiendo recibido un regalo, queda tan fascinado por él que tienen que intervenir su padre o su madre para indicarle: “¿Qué se dice?”, para que agradezca el don.

A nosotros nos suele pasar lo mismo. Estamos acostumbrados a elevar nuestras peticiones a Dios cuando nos encontramos en situación de necesidad, pero, con frecuencia, nos cuesta actuar con igual rapidez y conciencia, a la hora de dar gracias a Dios por los dones que nos confía (Claretianos 2003).

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles de la 32ª. Semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 17,11-19. 
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!". Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: "¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?". Y agregó: "Levántate y vete, tu fe te ha salvado". 

Comentario

Nos cuesta reconocer el don de Dios como tal don. Jesús lo pudo comprobar en los signos que hacía, que buscaban no sólo liberar de sus males a la persona en cuestión, sino también suscitar la fe pero que, probablemente, en bastantes casos, ni siquiera se dio la oportunidad como en este episodio.

Y es que, para ser agradecidos, es preciso que tengamos una relación con Dios previa, que nos permita apreciar el carácter de búsqueda de encuentro, de establecer o de estrechar una relación que siempre se da escondido tras el regalo. De hecho, resulta muy significativa la respuesta de Jesús al samaritano: “Tu fe te ha salvado”, pues comprueba esta intencionalidad en el milagro de Jesús.

Más aún. Los dones de Dios no suelen ser inocuos. Todo don comporta una responsabilidad. Lo pone de relieve la lectura de la Sabiduría, donde se recuerda a los grandes de la tierra que el don recibido del gobierno, de la autoridad, incluye toda una responsabilidad, una exigencia mayor. Un pensamiento como éste nos debería llevar a tomar conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado, de los dones que hemos recibido y que, quizá entendemos sólo como cualidades nuestras, sin percibir su destino de ponerlos al servicio de los demás. Si este es nuestro horizonte, entenderemos nuestros éxitos sólo como obra nuestra, quizá hasta nos envaneceremos y no percibiremos que nuestra misma existencia es pura gracia.

Cuando S. Pablo decía “El que se gloría, que se gloríe en el Señor” no estaba proponiendo un mero principio ascético de humildad. Buscaba que todo en nuestra vida, sea ocasión para crecer en la relación con Dios y nada nos aparte de Él. Como reza el refrán popular: “Sólo nos acordamos de Sta. Bárbara cuando truena”. 

Claretianos 2003.

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