¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este Domingo de Ramos, ciclo C.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Is 50,4-7):
El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Salmo responsorial: 21
R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la
cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo
quiere».
Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me
taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.
Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes
lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.
Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. «Los que
teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de
Israel».
2ª Lectura (Flp 2,6-11):
Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como
hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la
muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de
modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en
el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios
Padre.
Versículo antes del Evangelio (Flp 2,8-9):
Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre.
Texto del Evangelio (Lc 22,14-23,56):
Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les
dijo: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de
padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el
Reino de Dios». Y tomando una copa, dio gracias y dijo: «Tomad esto, repartidlo
entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid
hasta que venga el Reino de Dios».
Y tomando pan, dio gracias; lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo,
que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo
lo mismo con la copa diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi
sangre, que se derrama por vosotros. Pero mirad: la mano del que me entrega
está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del Hombre se va según lo
establecido; pero ¡ay de ése que lo entrega!».
Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba
a hacer eso. Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía
ser tenido como el primero. Jesús les dijo: «Los reyes de los gentiles los
dominan y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros
no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el
que gobierne, como el que sirve. Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa
o el que sirve?, ¿verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de
vosotros como el que sirve. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en
mis pruebas, y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí:
comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os sentaréis en tronos para regir
a las doce tribus de Israel».
Y añadió: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como
trigo. Pero yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te
recobres, da firmeza a tus hermanos». Él le contestó: «Señor, contigo estoy
dispuesto a ir incluso a, la cárcel y a la muerte». Jesús le replicó: «Te digo,
Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado
conocerme».
Y dijo a todos: «Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó
algo?». Contestaron: «Nada». Él añadió: «Pero ahora, el que tenga bolsa que la
coja, y lo mismo la alforja; y el que no tiene espada que venda su manto y
compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está
escrito: ‘Fue contado con los malhechores’. Lo que se refiere a mí toca a su
fin». Ellos dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas». Él les contestó: «Basta».
Y salió Jesús como de costumbre al monte de los Olivos, y lo siguieron los
discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en la tentación».
Él se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y arrodillado,
oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga
mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba.
En medio de su angustia oraba con más insistencia. Y le bajaba el sudor a
goterones, como de sangre, hasta el suelo. Y, levantándose de la oración, fue
hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la pena, y les dijo: «¿Por qué
dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación».
Todavía estaba hablando, cuando aparece gente: y los guiaba el llamado Judas,
uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un
beso entregas al Hijo del Hombre?». Al darse cuenta los que estaban con él de
lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?». Y uno de ellos
hirió al criado del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Jesús
intervino diciendo: «Dejadlo, basta». Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús
dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que
habían venido contra Él: «¿Habéis salido con espadas y palos a la caza de un
bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano.
Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas».
Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo
sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del
patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó entre ellos. Al verlo una criada
sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo: «También éste estaba
con Él». Pero él lo negó diciendo: «No lo conozco, mujer». Poco después lo vio
otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pedro replicó: «Hombre, no lo
soy». Pasada cosa de una hora, otro insistía: «Sin duda, también éste estaba
con Él, porque es galileo». Pedro contestó: «Hombre, no sé de qué hablas». Y
estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó
una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había
dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo
afuera, lloró amargamente.
Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de Él dándole golpes. Y,
tapándole la cara, le preguntaban: «Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?». Y
proferían contra Él otros muchos insultos.
Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes
y letrados, y, haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron: «Si tú eres
el Mesías, dínoslo». Él les contestó: «Si os lo digo, no lo vais a creer; y si
os pregunto no me vais a responder. Desde ahora el Hijo del Hombre estará
sentado a la derecha de Dios todopoderoso». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres
el Hijo de Dios?». Él les contestó: «Vosotros lo decís, yo lo soy». Ellos
dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos
oído de su boca».
El senado del pueblo o sea, sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y
llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
«Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a
que se paguen tributos al César, y diciendo que Él es el Mesías rey». Pilato
preguntó a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le contestó: «Tú lo
dices». Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: «No encuentro ninguna
culpa en este hombre». Ellos insistían con más fuerza diciendo: «Solivianta al
pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí». Pilato, al oírlo,
preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes
se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.
Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que
quería verlo, porque oía hablar de Él y esperaba verlo hacer algún milagro. Le
hizo un interrogatorio bastante largo; pero Él no le contestó ni palabra.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco.
Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de Él; y, poniéndole
una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron
amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les
dijo: «Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y
resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en
este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque
nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que
le daré un escarmiento y lo soltaré». Por la fiesta tenía que soltarles a uno.
Ellos vociferaron en masa diciendo: «¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás». A éste
lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un
homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a
Jesús. Pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Él les dijo
por tercera vez: «Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en Él ningún
delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba
creciendo el griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al
que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a
Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, qué volvía
del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía
un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos
por Él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis
por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el
día en que dirán: ‘Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz
y los pechos que no han criado’. Entonces empezarán a decirles a los montes:
‘Desplomaos sobre nosotros’, y a las colinas: ‘Sepultadnos’; porque si así
tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?».
Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con Él. Y cuando
llegaron al lugar llamado "La Calavera", lo crucificaron allí, a Él y
a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen». Y se repartieron sus ropas,
echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas
diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de
Dios, el Elegido». Se burlaban de Él también los soldados, ofreciéndole vinagre
y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había encima
un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los
judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el
Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro le increpaba: «¿Ni
siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo,
porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en
nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le
respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la
media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio.
Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu». Y dicho esto, expiró.
El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente,
este hombre era justo». Toda la muchedumbre que había acudido a este
espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo
habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.
Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había
votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de
Arimatea y que aguardaba el Reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo
de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro
excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía. Era el día de la
Preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde
Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la
vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al
mandamiento.
Comentario
Hoy leemos el relato de la pasión según san Lucas. En
este evangelista, los ramos gozosos de la entrada en Jerusalén y el relato de
la pasión están en relación mutua, aunque el primer paso suene a triunfo y el
segundo a humillación.
Jesús llega a Jerusalén como rey mesiánico, humilde y pacífico, en actitud de
servicio y no como un rey temporal que usa y abusa de su poder. La cruz es el
trono desde donde reina (no le falta la corona real), amando y perdonando. En
efecto, el Evangelio de Lucas se puede resumir diciendo que revela el amor de
Jesús manifestado en la misericordia y el perdón.
Este perdón y esta misericordia se muestran durante toda la vida de Jesús, pero
de una manera eminente se hacen sentir cuando Jesús es clavado en la cruz. ¡Qué
significativas resultan las tres palabras que, desde la cruz, escuchamos hoy de
los labios de Jesús!:
—Él ama y perdona incluso a sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen» (Lc 23,34).
—Al ladrón de su derecha, que le pide un recuerdo en el Reino, también lo
perdona y lo salva: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
—Jesús perdona y ama sobre todo en el momento supremo de su entrega, cuando
exclama: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Ésta es la última lección del Maestro desde la cruz: la misericordia y el
perdón, frutos del amor. ¡A nosotros nos cuesta tanto perdonar! Pero si hacemos
la experiencia del amor de Jesús que nos excusa, nos perdona y nos salva, no
nos costará tanto mirar a todos con una ternura que perdona con amor, y
absuelve sin mezquindad.
San Francisco lo expresa en su Cántico de las Criaturas: «Alabado seas, oh
Señor, por aquellos que perdonan por tu amor».
Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM(Barcelona, España)
Evangeli.net
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