¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este martes 3 del tiempo ordinario, ciclo C.
Dios nos bendice
1ª Lectura (Heb 10,1-10):
Hermanos: La ley, que presenta solo una sombra de los
bienes futuros y no la realidad misma de las cosas, no puede nunca hacer
perfectos a los que se acercan, pues lo hacen año tras año y ofrecen siempre
los mismos sacrificios. Si no fuera así, ¿no habrían dejado de ofrecerse,
porque los ministros del culto, purificados de una vez para siempre, no
tendrían ya ningún pecado sobre su conciencia? Pero, en realidad, con estos
sacrificios se recuerdan, año tras año, los pecados. Porque es imposible que la
sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados.
Por eso, al entrar él en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni
ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas
expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo —pues así está escrito en el
comienzo del libro acerca de mí— para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad». Primero
dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas
expiatorias», que se ofrecen según la ley. Después añade: «He aquí que vengo
para hacer tu voluntad». Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme
a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de
Jesucristo, hecha una vez para siempre.
Salmo responsorial: 39
R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó
mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no
pides holocaustos ni sacrificios expiatorios, entonces yo digo: «Aquí estoy».
He proclamado tu justicia ante la gran asamblea; no he cerrado los labios,
Señor, tú lo sabes.
No me he guardado en el pecho tu justicia, he contado tu fidelidad y tu
salvación, no he negado tu misericordia y tu lealtad ante la gran asamblea.
Versículo antes del Evangelio (Cf. Mt 11,25):
Aleluya. Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mc 3,31-35):
En aquel tiempo, llegan la madre y los hermanos de Jesús, y quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?». Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Comentario
Hoy contemplamos a Jesús —en una escena muy concreta y, a
la vez, comprometedora— rodeado por una multitud de gente del pueblo. Los
familiares más próximos de Jesús han llegado desde Nazaret a Cafarnaum. Pero en
vista de la cantidad de gente, permanecen fuera y lo mandan llamar. Le dicen:
«¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan» (Mc
3,31).
En la respuesta de Jesús, como veremos, no hay ningún motivo de rechazo hacia
sus familiares. Jesús se había alejado de ellos para seguir la llamada divina y
muestra ahora que también internamente ha renunciado a ellos: no por frialdad
de sentimientos o por menosprecio de los vínculos familiares, sino porque
pertenece completamente a Dios Padre. Jesucristo ha realizado personalmente en
Él mismo aquello que justamente pide a sus discípulos.
En lugar de su familia de la tierra, Jesús ha escogido una familia espiritual.
Echa una mirada sobre los hombres sentados a su alrededor y les dice: «Éstos
son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,34-35). San Marcos, en otros lugares de
su Evangelio, refiere otras de esas miradas de Jesús a su alrededor.
¿Es que Jesús nos quiere decir que sólo son sus parientes los que escuchan con
atención su palabra? ¡No! No son sus parientes aquellos que escuchan su
palabra, sino aquellos que escuchan y cumplen la voluntad de Dios: éstos son su
hermano, su hermana, su madre.
Lo que Jesús hace es una exhortación a aquellos que se encuentran allí sentados
—y a todos— a entrar en comunión con Él mediante el cumplimiento de la voluntad
divina. Pero, a la vez, vemos en sus palabras una alabanza a su madre, María,
la siempre bienaventurada por haber creído.
Rev. D. Josep GASSÓ i Lécera (Ripollet, Barcelona, España)
Evangeli.net
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