¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este viernes 18 del Tiempo Ordinario, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Nah 2,1.3; 3,1-3.6-7):
Mirad sobre los montes los pies del heraldo que pregona la paz, festeja tu fiesta, Judá; cumple tus votos, porque el criminal no volverá a pasar por ti, pues ha sido aniquilado. Porque el Señor restaura la gloria de Jacob y la gloria de Israel; lo habían desolado los salteadores, habían destruido sus sarmientos. Ay de la ciudad sangrienta, toda ella mentirosa, llena de crueldades, insaciable de despojos. Escuchad: látigos, estrépito de ruedas, caballos al galope, carros rebotando, jinetes al asalto, llamear de espadas, relampagueo de lanzas, muchos heridos, masas de cadáveres, cadáveres sin fin, se tropieza en cadáveres. Arrojaré basura sobre ti, haré de ti un espectáculo vergonzoso. Quien te vea se apartará de ti, diciendo: «Desolada está Nínive, ¿quién lo sentirá?; ¿dónde encontrar quien te consuele?».
Salmo responsorial: Dt 32
R/. Yo doy la muerte y la vida.
El día de su perdición se acerca y su suerte se apresura,
porque el Señor defenderá a su pueblo y tendrá compasión de sus siervos.
Pero ahora mirad: yo soy yo, y no hay otro fuera de mí; yo doy la muerte y la
vida, yo desgarro y yo curo.
Cuando afile el relámpago de mi espada y tome en mi mano la justicia, haré
venganza del enemigo y daré su paga al adversario.
Versículo antes del Evangelio (Mt 5,10):
Aleluya. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos, dice el Señor. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mt 16,24-28):
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino».
Comentario
Hoy, el Evangelio nos sitúa claramente frente al mundo.
Es radical en su planteamiento, no admite medias tintas: «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). En
numerosas ocasiones, frente al sufrimiento generado por nosotros mismos o por
otros, oímos: «Debemos soportar la cruz que Dios nos manda... Dios lo quiere
así...», y vamos acumulando sacrificios como cupones pegados en una cartilla,
que presentaremos en la auditoria celestial el día que nos toque rendir
cuentas.
El sufrimiento no tiene valor en sí mismo. Cristo no era un estoico: tenía sed,
hambre, cansancio, no le gustaba que le abandonaran, se dejaba ayudar... Donde
pudo alivió el dolor, físico y moral. ¿Qué pasa entonces?
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo primero, es seguir a Cristo. No se sufre
y luego se sigue a Cristo... A Cristo se le sigue desde el Amor, y es desde ahí
desde donde se comprende el sacrificio, la negación personal: «Quien quiera
salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará»
(Mt 16,25). Es el amor y la misericordia lo que conduce al sacrificio. Todo
amor verdadero engendra sacrificio de una u otra forma, pero no todo sacrificio
engendra amor. Dios no es sacrificio; Dios es Amor, y sólo desde esta
perspectiva cobra sentido el dolor, el cansancio y las cruces de nuestra
existencia tras el modelo de hombre que el Padre nos revela en Cristo. San
Agustín sentenció: «En aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo
sufrimiento es amado».
En el devenir de nuestra vida, no busquemos un origen divino para los
sacrificios y las penurias: «¿Por qué Dios me manda esto?», sino que tratemos
de encontrar un “uso divino” para ello: «¿Cómo podré hacer de esto un acto de
fe y de amor?». Es desde esta posición como seguimos a Cristo y como —a buen
seguro— nos hacemos merecedores de la mirada misericordiosa del Padre. La misma
mirada con la que contemplaba a su Hijo en la Cruz.
Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez (Rubí, Barcelona, España)
Evangeli. net
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