¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este miércoles 5 de Pascua, ciclo b.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Hch 15,1-6):
En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a
enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés,
no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con
Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más de entre ellos
subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre esta
controversia.
Ellos, pues, enviados por la Iglesia provistos de lo necesario, atravesaron
Fenicia y Samaría, contando cómo se convertían los gentiles, con lo que
causaron gran alegría a todos los hermanos. Al llegar a Jerusalén, fueron
acogidos por la Iglesia, los apóstoles y los presbíteros; ellos contaron lo que
Dios había hecho con ellos. Pero algunos de la secta de los fariseos, que
habían abrazado la fe, se levantaron, diciendo: «Es necesario circuncidarlos y
ordenarles que guarden la ley de Moisés». Los apóstoles y los presbíteros se
reunieron a examinar el asunto.
Salmo responsorial: 121
R/. Vamos alegres a la casa del Señor.
¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del
Señor»! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las
tribus del Señor.
Según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor; en ella están los
tribunales de justicia, en el palacio de David.
Versículo antes del Evangelio (Jn 15,4.5):
Aleluya. Permaneced en mí y yo en vosotros, dice el Señor; el que permanece en mí da mucho fruto. Aleluya.
Texto del Evangelio (Jn 15,1-8):
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos».
Comentario
Hoy contemplamos de nuevo a Jesús rodeado por los
Apóstoles, en un clima de especial intimidad. Él les confía lo que podríamos
considerar como las últimas recomendaciones: aquello que se dice en el último
momento, justo en la despedida, y que tiene una fuerza especial, como si de un
postrer testamento se tratara.
Nos los imaginamos en el cenáculo. Allí, Jesús les ha lavado los pies, les ha
vuelto a anunciar que se tiene que marchar, les ha transmitido el mandamiento
del amor fraterno y los ha consolado con el don de la Eucaristía y la promesa
del Espíritu Santo (cf. Jn 14). Metidos ya en el capítulo decimoquinto de este
Evangelio, encontramos ahora la exhortación a la unidad en la caridad.
El Señor no esconde a los discípulos los peligros y dificultades que deberán
afrontar en el futuro: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os
perseguirán» (Jn 15,20). Pero ellos no se han de acobardar ni agobiarse ante el
odio del mundo: Jesús renueva la promesa del envío del Defensor, les garantiza
la asistencia en todo aquello que ellos le pidan y, en fin, el Señor ruega al
Padre por ellos —por todos nosotros— durante su oración sacerdotal (cf. Jn 17).
Nuestro peligro no viene de fuera: la peor amenaza puede surgir de nosotros
mismos al faltar al amor fraterno entre los miembros del Cuerpo Místico de
Cristo y al faltar a la unidad con la Cabeza de este Cuerpo. La recomendación
es clara: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo
en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn
15,5).
Las primeras generaciones de cristianos conservaron una conciencia muy viva de
la necesidad de permanecer unidos por la caridad. He aquí el testimonio de un
Padre de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía: «Corred todos a una como a un
solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de
un solo Padre». He aquí también la indicación de Santa María, Madre de los
cristianos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Evangeli. net
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