¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, con el método de
la lectio divina, en este miércoles de la octava de pascua.
Dios
nos bendice...
LECTIO
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 3,1-10
En aquellos días, Pedro
y Juan subían al templo a la hora de la oración, hacia las tres de la
tarde. 2 Había allí un hombre paralítico de nacimiento, a
quien todos los días llevaban y colocaban junto a la puerta Hermosa del templo
para pedir limosna a los que entraban. 3 Al ver que Pedro y Juan iban a entrar
en el templo, les pidió limosna. 4 Pedro y Juan lo miraron fijamente y le
dijeron:
- Míranos.
5 Él los miró esperando
recibir algo de ellos. 6 Pedro le dijo:
- No tengo plata ni oro, pero te doy lo que
tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar.
7 Y tomándolo de la
mano derecha, lo levantó. En el acto sus pies y sus tobillos se
fortalecieron, 8 se puso en pie de un salto y comenzó a
andar. Luego entró con ellos en el templo por su propio pie, saltando y
alabando a Dios. 9 Todo el pueblo lo vio andar y alabar a
Dios. '° Al darse cuenta de que era el mismo que solía estar sentado junto a la
puerta Hermosa para pedir limosna, se llenaron de admiración y pasmo por lo que
le había sucedido.
Pedro continúa la práctica liberadora de Jesús, no sólo con el anuncio, sino también con las obras milagrosas. Éstas manifiestan que ha llegado la salvación al mundo. Este milagro dará ocasión a un nuevo discurso de explicación y de anuncio. También Pedro, gracias al nombre de Jesús, aparece «acreditado por Dios mediante milagros, prodigios y signos» y, en consecuencia, autorizado a anunciar la novedad cristiana.
El relato es vivaz: el templo
figura aún en el centro de la piedad de la primera comunidad cristiana, que
todavía no ha roto con las costumbres judías. Pedro, ante una de las puertas
más famosas del edificio, encuentra a un mendigo paralítico de nacimiento y,
como no tiene «ni oro ni plata», le ordena que se levante y
camine: «En nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar». Lo
que sigue es un relato «de resurrección»: el paralítico entra finalmente en el
templo -del que le había excluido su enfermedad- «saltando y alabando a
Dios». Es un hombre «reconstruido» física y espiritualmente el que
Pedro restituye a la vida.
La resonancia que tuvo
esta curación fue enorme: la gente, llena «de admiración y
pasmo», acudió en gran cantidad junto al pórtico de Salomón, donde
Jesús discutía con los judíos y donde se reunían los cristianos de Jerusalén
para escuchar las enseñanzas de los apóstoles (Hch 5,12). Aquí se dispone Pedro
a dar la explicación del acontecimiento.
Evangelio: Lucas 24,13-35
Aquel mismo día, dos de
los discípulos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que dista de Jerusalén
unos once kilómetros. 14 Iban hablando de todos estos
sucesos. 15 Mientras hablaban y se hacían preguntas, Jesús
en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. 16 Pero
sus ojos estaban ofuscados y no eran capaces de reconocerlo. 17 El
les dijo:
- ¿Qué conversación es la que lleváis por el
camino?
Ellos se detuvieron
entristecidos, 18 y uno de ellos, llamado Cleofás, le
respondió:
- ¿Eres tú el único en Jerusalén que no sabe lo
que ha pasado allí estos días?
19 Él les
preguntó:
- ¿Qué ha pasado?
Ellos contestaron:
- Lo de Jesús el
Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo
el pueblo. 20 ¿No sabes que los jefes de los sacerdotes y nuestras
autoridades lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron?
21 Nosotros esperábamos
que él fuera el libertador de Israel. Y, sin embargo, ya hace tres días que
ocurrió esto. 22 Bien es verdad que algunas de nuestras mujeres nos
han sobresaltado, porque fueron temprano al sepulcro 23 y no
encontraron su cuerpo. Hablaban incluso de que se les habían aparecido unos
ángeles que decían que está vivo. 24 Algunos de los nuestros fueron
al sepulcro y lo hallaron todo como las mujeres decían, pero a él no lo vieron.
25 Entonces Jesús les
dijo:
- ¡Qué torpes sois para comprender y qué
cerrados estáis para creer lo que dijeron los profetas! 26 ¿No
era preciso que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria?
27 Y empezando por
Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que decían de él las
Escrituras. 28 Al llegar a la aldea adonde iban, Jesús hizo ademán de
seguir adelante. 29 Pero ellos le insistieron diciendo:
- Quédate con nosotros, porque es tarde y está
anocheciendo.
Y entró para quedarse
con ellos. 30 Cuando estaba sentado a la mesa con ellos, tomó el pan,
lo bendijo, lo partió y se lo dio. 31 Entonces se les abrieron los
ojos y lo reconocieron, pero Jesús desapareció de su lado. 32 Y se
dijeron uno a otro:
- ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba
en el camino y nos explicaba las Escrituras?
33 En aquel mismo
instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron
reunidos a los Once y a todos los demás, 34 que les dijeron:
- Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha
aparecido a Simón.
35 Y ellos contaban lo
que les había ocurrido cuando iban de camino y cómo lo habían reconocido al
partir el pan.
El episodio de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús presenta el camino de fe de la vida cristiana basado en el doble fundamento de la Palabra de Dios y de la eucaristía. Esta experiencia del Señor aparece descrita a lo largo de dos momentos decisivos: a) el alejamiento de los discípulos de Jerusalén, es decir, de la comunidad, de la fe en Jesús, para volver a su viejo mundo (vv. 13-29); b) la vuelta a Jerusalén con la recuperación de la alegría y la fe por parte de la comunidad de los discípulos (vv. 30-35).
En el primer momento de
desconcierto, Jesús, con el aspecto de un viajante, se acerca a los discípulos
desalentados y tristes, y conversando con ellos les ayuda, por medio del
recurso a la Escritura, a leer el plan de Dios y a recuperar la esperanza
perdida: «Y empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas,
les explicó lo que decían de él las Escrituras» (v 27). Ahora que el
corazón se les ha calentado de nuevo, quieren llevarse con ellos al peregrino a
la mesa y, mientras parte el pan, reconocen al Señor: «Entonces se les
abrieron los ojos y lo reconocieron» (v 31).
La catequesis de Lucas es
muy clara: cuando una comunidad se muestra disponible a la escucha de la
Palabra de Dios, que está presente en las Escrituras, y pone la eucaristía en
el centro de su propia vida, llega gradualmente a la fe y hace la experiencia
del Señor resucitado. La Palabra y la eucaristía constituyen la única gran mesa
de la que se alimenta la Iglesia en su peregrinación hacia la casa del Padre.
Los discípulos de Emaús, a través de la experiencia que tuvieron con Jesús,
comprendieron que el Resucitado está allí donde se encuentran reunidos los
hermanos en torno a Simón Pedro.
MEDITATIO
En nuestros días hay
hambre y sed de milagros. La gente no sonríe ya con suficiencia, como hace
algunos años, con respecto a los presuntos prodigios, sino que los busca y
acude a los lugares donde tienen lugar. Los medios de comunicación social los
hacen espectaculares y los «obradores de prodigios» corren el riesgo de ser
idolatrados. Pero tanto Pedro y Juan como Pablo y Bernabé (Hch 14,14ss)
corrigen al pueblo y dicen de manera clara que no debe concentrarse en torno a
sus personas, sino en torno al poder del nombre de Jesús. Quien tenga fe en
este nombre, quien lo invoque, también podrá obtener hoy milagros.
También hoy es posible
realizar prodigios, pero es Dios el que los realiza a través de la
oración y la fe. Hay, efectivamente, situaciones tan dolorosas y
penosas que nos hacen invocar el milagro y nos impulsan a dirigirnos a personas
consideradas particularmente próximas a Dios. Pero esas personas, la mayoría de
las veces, no tienen «ni plata ni oro»: viven en medio de la
humildad y de la oración. Nosotros, alejados tanto del escepticismo de quienes
excluyen la posibilidad o la oportunidad de los milagros, como del fanatismo
con los curanderos y el papanatismo más o menos supersticioso, nos confiamos a
la oración y a la fe para obtener la intervención extraordinaria de Dios en
casos extremos, dejándole a él, que lo sabe todo, la decisión final. Dios no
abandona a su pueblo, y lo socorre también con intervenciones extraordinarias,
especialmente a través de la oración de sus siervos, que, confiando sólo en él,
no tienen necesidad ni de oro ni de plata.
ORATIO
Concédeme, Señor, la
actitud justa respecto a tu acción en el mundo. Suprime en mí el papanatismo y
la búsqueda de «signos y prodigios», como si tú tuvieras que
demostrar que existes. Extirpa en mí el corazón cerrado a admitir que tú puedes
intervenir, incluso de forma extraordinaria, cuando y como quieras. Concédeme
el espíritu de discernimiento para que sepa reconocer tu presencia y la
distinga del papanatismo y la superstición. Concédeme, sobre todo, la fe
sencilla de quien no se confía a los prodigios, aunque también la fe ardiente
de quienes se atreven a pedírtelos, sin enojarse cuando no los concedes.
Hazme comprender asimismo
que no debo poner mi confianza exclusivamente en los medios humanos para la
implantación del Reino de Dios, sino que seré eficaz en la medida en que me
mantenga alejado del oro y de la plata. Porque el milagro más grande que nos
brindas es la existencia de personas que confían en ti de tal modo que viven
pobres y humildes. Es a ellas a quienes concedes, normalmente, la obtención de
milagros para el alivio y la alegría de tu pueblo.
CONTEMPLATIO
A través del
desprendimiento y la pobreza es como podremos volver a encontrar nuestro lugar
en el corazón de los pueblos. Cuanto más pobres y desinteresados seamos, menos
exigentes seremos, más amigos seremos del pueblo y más fácil nos resultará
hacer el bien. La pobreza es hoy más necesaria que nunca para luchar contra el
mundo, contra el lujo y contra el bienestar que crece por doquier. Si el
cristiano hace como el mundo, ¿cómo podrá guiarlo e instruirlo? Cuanto más
grande es el desprendimiento interior y exterior en un alma, más abunda la
gracia en ella, más abundan la luz y el Espíritu de Dios en ella.
La conformidad exterior
con nuestro Señor es un medio para llegar a la conformidad interior. A través
de la pobreza, de la humildad y de la muerte es como Jesucristo engendró a su
Iglesia, y de ese mismo modo es como la engendraremos nosotros. Toda obra de
Dios debe llevar, por encima de todo, el sello de la pobreza y del sufrimiento
(A. Chevrier).
ACTIO
Repite con frecuencia y
vive hoy la Palabra:
«No tengo plata ni oro,
pero ¡en nombre de Jesús, echa a andar!» (cf. Hch 3,6).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
¿Cómo podremos abrazar la
pobreza como camino que lleva a Dios cuando todos a nuestro alrededor quieren
hacerse ricos? La pobreza tiene muchas modalidades. Debemos preguntarnos: «¿Cuál
es mi pobreza?». ¿Es la falta de dinero, de estabilidad emotiva, de alguien que
me ame? ¿Falta de garantías, de seguridad, de confianza en mí mismo? Cada
persona tiene un ámbito de pobreza. ¡Ese es el lugar donde Dios quiere habitar!
«Bienaventurados los pobres», dice Jesús (Mt 5,3). Eso significa
que nuestra bendición está escondida en la pobreza.
Estamos tan inclinados a
esconder nuestra pobreza y a ignorarla que perdemos a menudo la ocasión de
descubrir a Dios. Él mora precisamente en ella. Debemos tener la audacia de ver
nuestra pobreza como la tierra en la que está escondido nuestro tesoro (H. J.
M. Nouwen, Pane per il viaggio, Brescia 1997, p. 249 [trad.
esp.: Pan para el viaje, PPC, Madrid 1999]).
No hay comentarios:
Publicar un comentario