¡Amor y paz!
¿Qué significa Jesús en
nuestra vida? ¿Hemos respondido suficientemente a aquel requerimiento del
Señor: Para ustedes quién soy yo? Porque podría suceder que sólo buscáramos a
Jesús como a un taumaturgo, o como a un resuélvelo todo cuando tenemos algún
problema. Para los paisanos de Jesús, Él no pasó de ser el hijo del carpintero
y el hermano de los parientes que vivían en su tierra.
Cuando uno bloquea así la
fe en Jesús para no obligarse totalmente con su Evangelio, tal vez le busquemos
cuando haya necesidad de hacerlo porque se nos complicó la vida, pero jamás lo
buscaremos para comprometernos con Él, para entrar en comunión de Vida con Él y
para convertirnos en testigos suyos no sólo mediante nuestras palabras, sino
mediante una vida recta en todos los aspectos. Por eso tratemos de dar
respuesta a esta pregunta: ¿Qué me lleva a encontrarme con Cristo?
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles de la IV Semana
del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Marcos 6,1-6.
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa". Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
Comentario
Cada vez nos encontramos
con Cristo en la Eucaristía. El Señor nos convoca en la forma como lo haya
querido; y nosotros hemos escuchado su voz, y nos ponemos ante Él para renovar
nuestro compromiso de comunión de vida entre Él y nosotros. Tal vez muchas
veces hemos puesto nuestra confianza en las cosas pasajeras o en nuestras
propias fuerzas para darle sentido a nuestra vida, para superar aquellas
esclavitudes al mal que nos oprimen. Pero, al final, hemos quedado tirados en
el mismo lugar. Cuando nos presentamos ante el Señor de todo con un corazón
humilde y le pedimos que nos perdone y que sea misericordioso con nosotros Él
nos perdona y nos vuelve a recibir como a hijos suyos. Este momento realiza
precisamente este encuentro entre Dios y nosotros; y es la manifestación del
amor que Él nos ha tenido siempre, a pesar de nuestras traiciones a su amor.
Dejémonos amar por Dios y dejemos que Él haga su morada definitiva en nosotros
para poder, en adelante, caminar como hijos suyos.
Sin embargo este compromiso,
que ha de ser vivido hasta sus últimas consecuencias, no quedará exento de
múltiples tentaciones que quisieran que diésemos marcha atrás en él. No sólo
nos podrán asaltar las dudas, no sólo estará al acecho el desánimo; también las
personas que nos conocen, nuestros familiares y amigos querrán que dejemos este
camino que, con la gracia de Dios, hemos iniciado. No faltará quien, conociendo
nuestro pasado, tal vez un poco, o un demasiado oscuro, se burle de nosotros,
nos critique y trate de desanimar a los demás para que no vayan al Señor por
medio nuestro.
Sin embargo no actuamos a nombre propio; es Cristo quien,
amándonos, nos eligió y nos envió para que, en su Nombre, llevemos a cabo su
obra de salvación en el mundo. Por eso debemos afianzarnos, cimentarnos
fuertemente en Cristo, de tal forma que aunque las grandes aguas choquen en
contra nuestra, jamás puedan derrumbar nuestra fe en el Señor. Dios nos quiere
testigos suyos ante gobernadores y reyes, ante ricos y pobres, ante familiares,
amigos y desconocidos, ante justos y pecadores, puesto que hasta los mismos
ángeles nos contemplan. Por eso jamás demos marcha atrás en la fidelidad a la
Misión que el Señor nos ha confiado, sabiendo que nuestra recompensa no es la
aprobación ni el aplauso humanos, sino sólo Dios que nos ama y nos encamina
hacia su Gloria eterna.
Roguémosle al Señor, por
intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la
gracia de vivirle fieles en todo aquello que nos ha confiado. Sólo así podremos
algún día alegrarnos eternamente en el Señor, ahí donde ya no habrán
persecuciones, ni dolor, ni muerte, sino gozo y paz en Aquel que siempre nos ha
amado. Amén.
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