¡Amor y paz!
¿Qué caso tiene curiosear
acerca del número de los que se salvan? ¿Acaso no es mejor preguntarse si va
uno en el camino adecuado, siguiendo las huellas de Cristo, cargando la propia
cruz de cada día, con la mirada puesta en la Gloria, de la que Dios quiere
hacernos coherederos junto con su propio Hijo?
El Señor nos pide hoy hacernos
pequeños, con la sencillez de los humildes, de los que se sienten siempre
necesitados de Dios y de los que no se esclavizan a lo pasajero, sino que con
esos bienes socorren a los más desprotegidos y se ganan amigos para la vida
eterna.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles de la XXX Semana
del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 13,22-30.
Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?". El respondió: "Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Y él les responderá: 'No sé de dónde son ustedes'. Entonces comenzarán a decir: 'Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas'. Pero él les dirá: 'No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!'. Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos".
Comentario
No basta escuchar a Cristo
por las plazas, hay que escucharlo en el corazón y hacer vida en nosotros su
Palabra, pues no basta decirle Señor, Señor, para entrar en el Reino de los
cielos. Al final lo único que contará será nuestra fe traducida en obras de
amor. Nosotros, que no pertenecíamos al Pueblo de las Elecciones Divinas, pero
que el Señor nos ha convocado para que seamos parte de su Pueblo Santo, hemos
de pedirle al Señor que nos mantenga fieles en la escucha y en la puesta en
práctica de su Palabra. Auxiliados por la Gracia Divina y por el Poder del
Espíritu Santo, dejemos de ser obradores de iniquidad y demos testimonio, con
nuestras buenas obras, que en verdad somos hijos de Dios.
El Señor nos convoca para que, como discípulos fieles suyos, seamos instruidos por su Palabra; y Él nos quiere sentar a su Mesa para que comamos y bebamos con Él. “En verdad ¡cuánto ha deseado celebrar esta Pascua con nosotros!” Y Él quiere que algún día podamos celebrarla con Él cuando tenga pleno cumplimiento en el Reino de los cielos para nosotros. Por eso nuestra participación en la Eucaristía no puede reducirse a un rito, a un simple acto de culto a Dios. Si celebramos la Eucaristía es porque queremos hacer vida en nosotros la Vida de Dios. Esa Vida que nos haga ser un signo del amor que procede del mismo Dios. Ese amor que nos une como hermanos y que nos pone al servicio humilde y sencillo a favor de los más débiles y desprotegidos. Entonces la puerta angosta nos dará cabida para ingresar a donde ahora vive glorificado Aquel que se hizo Siervo del Hombre. La entrega amorosa de Jesús por nosotros, es el mismo camino que hemos de recorrer los que creemos en Él, para alcanzarlo en su Gloria. Que no sólo nos sentemos a la Mesa Eucarística; que no sólo escuchemos a Aquel que es la Palabra; que no sólo llamemos Señor, Señor a Jesucristo. Vivamos como hombres que se han dejado llenar del Espíritu de Dios y no sólo se tienen por hijos de Dios, sino que viven en verdad como hijos de Dios.
El Señor nos pide que vivamos como hermanos, que vivan unidos por el vínculo del amor. Ya desde el principio el Creador concedió al hombre el dominio sobre todas las bestias y animales de la tierra; pero jamás concedió el poder de dominar al prójimo. Por eso todos debemos vernos y tratarnos como hermanos en Cristo Jesús. Si alguien pertenece a los poderosos, conforme a los criterios de este mundo; o si alguien está al frente del Pueblo Santo de Dios, no podrá iniciar su entrada en el Reino de los cielos sino en la medida en que se abaje como servidor de los demás. No basta acudir al culto para invocar al Señor; no basta con acercarse a la participación de la Eucaristía para pensar que ya es nuestra la salvación. Los que creemos en Cristo Jesús debemos ser los primeros comprometidos con la justicia social, con el trabajo serio y responsable por la paz, por la superación de todo aquello que ha hecho más dura y amarga la vida de los pobres y desprotegidos. No podemos conformarnos con invocar al Señor; debemos confesar nuestra fe con obras que manifiesten que realmente nos mueve el amor sincero a Dios, y el amor sincero y comprometido con nuestro prójimo.
El Señor nos convoca para que, como discípulos fieles suyos, seamos instruidos por su Palabra; y Él nos quiere sentar a su Mesa para que comamos y bebamos con Él. “En verdad ¡cuánto ha deseado celebrar esta Pascua con nosotros!” Y Él quiere que algún día podamos celebrarla con Él cuando tenga pleno cumplimiento en el Reino de los cielos para nosotros. Por eso nuestra participación en la Eucaristía no puede reducirse a un rito, a un simple acto de culto a Dios. Si celebramos la Eucaristía es porque queremos hacer vida en nosotros la Vida de Dios. Esa Vida que nos haga ser un signo del amor que procede del mismo Dios. Ese amor que nos une como hermanos y que nos pone al servicio humilde y sencillo a favor de los más débiles y desprotegidos. Entonces la puerta angosta nos dará cabida para ingresar a donde ahora vive glorificado Aquel que se hizo Siervo del Hombre. La entrega amorosa de Jesús por nosotros, es el mismo camino que hemos de recorrer los que creemos en Él, para alcanzarlo en su Gloria. Que no sólo nos sentemos a la Mesa Eucarística; que no sólo escuchemos a Aquel que es la Palabra; que no sólo llamemos Señor, Señor a Jesucristo. Vivamos como hombres que se han dejado llenar del Espíritu de Dios y no sólo se tienen por hijos de Dios, sino que viven en verdad como hijos de Dios.
El Señor nos pide que vivamos como hermanos, que vivan unidos por el vínculo del amor. Ya desde el principio el Creador concedió al hombre el dominio sobre todas las bestias y animales de la tierra; pero jamás concedió el poder de dominar al prójimo. Por eso todos debemos vernos y tratarnos como hermanos en Cristo Jesús. Si alguien pertenece a los poderosos, conforme a los criterios de este mundo; o si alguien está al frente del Pueblo Santo de Dios, no podrá iniciar su entrada en el Reino de los cielos sino en la medida en que se abaje como servidor de los demás. No basta acudir al culto para invocar al Señor; no basta con acercarse a la participación de la Eucaristía para pensar que ya es nuestra la salvación. Los que creemos en Cristo Jesús debemos ser los primeros comprometidos con la justicia social, con el trabajo serio y responsable por la paz, por la superación de todo aquello que ha hecho más dura y amarga la vida de los pobres y desprotegidos. No podemos conformarnos con invocar al Señor; debemos confesar nuestra fe con obras que manifiesten que realmente nos mueve el amor sincero a Dios, y el amor sincero y comprometido con nuestro prójimo.
Roguémosle al Señor, por
intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la
gracia de vivir nuestra fe en el compromiso total que nos lleve a traducirla en
verdaderas obras de amor fraterno, conforme a las enseñanzas de nuestro
Salvador, Cristo Jesús. Amén.
Homiliacatolica.com
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