¡Amor y paz!
Hoy, en lugar del domingo,
celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6
de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce
también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento
glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor
resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. 
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este martes en que como Iglesia
celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 9,28b-36.
Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo". Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.
Comentario
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La Transfiguración
  confirmó la fe de los apóstoles y fue para ellos la luz "que brilla en
  un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros
  corazones". 
La Transfiguración del
  Señor plantea una cuestión que es vital en el cristianismo: la fe es para los
  apóstoles algo luminoso, como una inmensa alegría, que nadie les podrá robar.
  Si una persona, joven o mayor, experimenta la alegría de la fe, ya no la pierde
  nunca jamás. 
¿Cómo lograremos ayudar
  a descubrir este aspecto de la fe? Los apóstoles lo descubrieron: en un
  momento, que compensa los sufrimientos de toda una vida, los discípulos ven
  al Señor transfigurado. Esta escena acentúa el gozo de la fe, la alegría de
  saberse salvados y amados por Jesucristo. Buscar momentos de oración, de
  contemplación, de Eucaristía bien preparada y participada. 
Hay un momento que
  debiera de ser determinante en este aspecto. Me refiero a la misa de cada
  domingo, que ha de ser luz viva que transfigure nuestras vidas. Hemos de
  prepararla bien. La gloria de Dios, aunque escondida, está presente en ella. 
En medio de nuestra
  conflictiva e incierta historia humana se nos revela Dios. En este nuestro
  mundo tan complicado, en las preocupaciones de nuestra familia que tanto nos
  hacen sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo
  enemistada, en el seno de una Iglesia que ha de pedir perdón para purificar
  su memoria histórica, tenemos que navegar con esperanza renovada,
  "aunque es de noche", como decía san Juan de la Cruz. O como
  expresaba un musulmán contemplativo: "En una noche oscura, bajo una
  negra piedra, hay una pequeña hormiga negra. Pero Dios no se ha olvidado de
  esta hormiguita". 
-Mirar la vida con ojos
  nuevos 
La oración no sólo nos
  ayuda a amar a Dios sino que nos predispone a contemplar la naturaleza con
  ojos nuevos. El pintor Giovanni Bellini tiene un cuadro, que está ahora en el
  Museo Capodimonte en Nápoles, que nos muestra la figura de Cristo
  transfigurado ante sus discípulos.  
El Salvador resplandece en medio de la
  escena, flanqueado por Moisés y Elías, con los discípulos a sus pies. Pero
  toda la naturaleza se diría que despierta como atraída por la blancura de la
  túnica del transfigurado: montañas y valles, prados y flores, animalillos y
  personas humanas que en la perspectiva aparecen encaminándose hacia sus
  respectivos trabajos. Todo está iluminado por la luz de Cristo. Como san
  Francisco, cuando contemplaba la maravilla de la Umbría, región donde vivía,
  desde la terracita de San Damián, y componía su himno al hermano sol.
  Contemplar la naturaleza, sobre todo la persona humana, con la mirada
  penetrada de Dios. Mirar al mundo con la mirada de los santos. 
Quien reza no encuentra
  tan malos a los demás. Cada vez que salimos de misa debiéramos mirar las
  cosas y, sobre todo las personas, con una mirada nueva. Como los discípulos
  al bajar de la montaña del Tabor. 
Los discípulos en la
  cima de aquella montaña se desprendieron de sus envidias pero no
  prescindieron de los problemas de la vida, problemas penetrados de la
  tragedia que se les venía encima. Esto es, la plegaria no consiste en
  desentendernos de los problemas de la vida, sino que proyecta sobre ellos una
  luz nueva. 
¿Acaso no os ha ocurrido
  alguna vez que ante una dificultad aparentemente insalvable, después de
  retiraros a rezar unos momentos, habéis encontrado una luz que os ha ayudado
  a superar aquella oscuridad? La oración nos abre unos ojos nuevos para
  empezar a descubrir el rostro escondido de Dios. 
Sintámonos hoy unidos,
  de forma muy especial, a nuestros hermanos de la Iglesia ortodoxa, con
  quienes compartimos la luminosidad de esta fiesta. Ellos la celebran muy
  solemnemente. Este recuerdo nos mueve a rezar para que, muy pronto, podamos
  compartir con ellos el Pan sagrado y el Cáliz de la salvación. 
FREDERIC
  RÁFOLS 
MISA DOMINICAL 2000, 10, 17-18  | 
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