¡Amor y paz!
Llama la atención la
prontitud con que los primeros discípulos de Jesús aceptan seguirlo. Convoca a
Pedro y a Andrés y ellos dejan las redes y lo siguen ‘inmediatamente’. De igual
manera ocurrió con otros dos hermanos, Santiago y Juan. Seguir a Cristo no
admite dilaciones; hay que dejar lo que se está haciendo. Es que
todo es mucho menos importante comparado con ser discípulo del Señor.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este viernes en que celebramos
la fiesta de San Andrés, Apóstol.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Mateo
4,18-22.
Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres". Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó. Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron.
Comentario
El Apóstol Andrés es un
hombre sencillo, tal vez también pescador como su hermano Simón, buscador de la
verdad y por ello lo encontramos junto a Juan el Bautista. No importa de dónde
viene ni qué preparación tiene. Parece, por lo que conocemos de él en el
Evangelio, que entre otras muchas cosas algo que va a hacer es convertirse en
un anunciador de Cristo a otros.
"He ahí el Cordero de
Dios" (Jn 1,36). Estando Andrés junto a Juan el
Bautista escucha de él estas palabras. De repente se siente inquieto por ellas
y se va con Juan tras Jesús. Él les pregunta: ¿Qué buscáis?, a lo que ellos le
dicen: ¿Dónde vives?. Jesús entonces les dice: "Venid y lo veréis".
Ellos fueron con Jesús y se quedaron con Él aquel día. Ha sido Juan el Bautista
quien les ha enseñado a Cristo, y antes que nada Andrés ha querido hacer
personalmente la experiencia de Cristo. Estando junto a él ha descubierto dos
cosas: que Cristo es el Mesías, la esperanza del mundo, el tesoro que Dios ha
regalado a la humanidad, y también que Cristo no puede ser un bien personal,
pues no puede caber en el corazón de una persona. A partir de ahí, la vida de
Andrés se va a convertir en anunciadora de Dios para los demás hasta morir
mártir de su fe en Cristo.
"Hemos encontrado al
Mesías" (Jn 1,41). La primera acción de Andrés, tras
haber experimentado a Cristo, es la de ir a anunciar a su hermano Simón Pedro
tan fausta noticia. Simón Pedro le cree y Andrés le lleva con el Maestro.
Hermosa acción la de compartir el bien encontrado. Andrés no se queda con la
satisfacción de haber experimentado a Cristo. Bien sabe que aquel don de Dios,
a través de Juan el Bautista que le señaló al Cordero de Dios, hay que
regalarlo a otros, como su Maestro Juan el Bautista hizo con él. Queda claro
así que en los planes de Dios son unos (tal vez llamados en primer lugar)
quienes están puestos para acercar a otros a la luz de la fe y de la verdad.
¡Gran generosidad la de Andrés que le convierte en el primer apóstol, es decir,
mensajero, de Cristo, y además para un hermano suyo!
"Andrés y Felipe
fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12,20). Se refieren
estas palabras a una escena en la que unos griegos, venidos a la fiesta, se
acercaron a los Apóstoles con la petición de ver a Jesús. Andrés es uno de los
dos Apóstoles que se convierte en instrumento del encuentro de aquellos hombres
con Cristo, encuentro que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús. ¿Puede
haber labor más bella en esta vida que acercar a los demás a Dios, se trate de
personas cercanas, de seres desconocidos, de amigos de trabajo o compañeros de
juego? Sin duda en la eternidad se nos reconocerá mucho mejor que en esta vida
todo lo que en este sentido hayamos hecho por los otros. Toda otra labor en
esta vida es buena cuando se está colaborando a desarrollar el plan de Dios,
pero ninguna alcanza la nobleza, la dignidad y la grandeza de ésta.
El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y de Cristo.
El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y de Cristo.
En primer lugar, tenemos
que forjar la conciencia de que, entre nuestras muchas responsabilidades, como
padres, hombres de empresa, obreros, miembros de una sociedad que nos necesita,
lo más importante y sano es la preocupación que nos debe acompañar en todo
momento por el bien espiritual de las personas que nos rodean, especialmente
cuando se trata además de personas que dependen de nosotros. Constituye un
espectáculo triste el ver a tantos padres de familia preocupados únicamente del
bien material de sus hijos, el ver a tantos empresarios que se olvidan del
bienestar espiritual de sus equipos de trabajo, el ver a tantos seres humanos
ocupados y preocupados solo del futuro material del planeta, el ver a tantos
hombres vivir de espaldas a la realidad más trascendente: la salvación de los
demás.
El hombre cristiano y
creyente debe además vivir este objetivo con inteligencia y decisión,
comprometiéndose en el apostolado cristiano, cuyo objetivo es no solamente
proporcionar bienes a los hombres, sino sobre todo, acercarlos a Dios. Es
necesario para ello convencerse de que hay hambres más terribles y crueles que
la física o material, y es la ausencia de Dios en la vida. El verdadero apostolado
cristiano no reside en levantar escuelas, en llevar alimentos a los pobres, en
organizar colectas de solidaridad para las desgracias del Tercer Mundo, en
sentir compasión por los afligidos por las catástrofes, solamente. El verdadero
apostolado se realiza en la medida en que toda acción, cualquiera que sea su
naturaleza, se transforma en camino para enseñar incluso a quienes están
podridos de bienes materiales que Dios es lo único que puede colmar el corazón
humano. ¿De qué le vale a un padre de familia asegurar el bien material de sus
hijos si no se preocupa del bien espiritual, que es el verdadero?
Hay un tema en la
formación espiritual del hombre a tener en cuenta en relación con este
objetivo. Hay que saber vencer el respeto humano, una forma de orgullo o de
inseguridad como se quiera llamarle, y que muchas veces atenaza al espíritu
impidiéndole compartir los bienes espirituales que se poseen. El respeto humano
puede conducirnos a fingir la fe o al menos a no dar testimonio de ella, a
inhibirnos ante ciertos grupos humanos de los que pensamos que no tienen
interés por nuestros valores, a nunca hablar de Cristo con naturalidad y
sencillez ante los demás, incluso quienes conviven con nosotros, a evitar dar
explicaciones de las cosas que hacemos, cuando estas cosas se refieren a Dios.
En fin, el respeto humano nunca es bueno y echa sobre nosotros una grave
responsabilidad: la de vivir una fe sin entusiasmo, sin convencimiento, sin
ilusión, porque a lo mejor pensamos eso de que Dios, Cristo, la fe, la Iglesia
no son para tanto.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Juan J. Ferrán
Autor: P. Juan J. Ferrán