¡Amor y paz!
«Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn
20,28). Es el mensaje central del Evangelio de hoy. En efecto, nosotros no
hemos visto a Cristo vivo, ni crucificado, ni resucitado, ni se n os ha
aparecido, pero creemos en Él.
Por tanto, oremos con San Nicolás de Flüe: “Señor
mío y Dios mío, quítame todo aquello que me aparta de ti; Señor mío y Dios mío,
dame todo aquello que me acerca a ti; Señor mío y Dios mío, sácame de mí mismo
para darme enteramente a ti».
Los invito, hermanos, a leer y meditar el
Evangelio, en este martes en que la Iglesia celebra la fiesta de Santo Tomás
Apóstol.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 20,24-29.
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!". El les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré". Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomas respondió: "¡Señor mío y Dios mío!". Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!".
Comentario
Uno de los elementos comunes de todas las apariciones de
Jesús descritas o citadas en los evangelios es que se trata de encuentros
personales; para los destinatarios fueron una vivencia objetiva. En ella
pudieron experimentar que Jesús no era un espíritu. Era el crucificado, no
cabría duda: vieron la marca de la cruz en su cuerpo. Y, paradójicamente, era
distinto: su corporeidad no estaba sujeta a las limitaciones propias del tiempo
y del espacio. En cualquier caso, sólo se le puede reconocer si él se da a
conocer.
El evangelista pone de relieve la continuidad existente
entre el Jesús resucitado que toma la iniciativa de revelarse a quien quiere y
el Jesús terreno que había elegido a los discípulos que él quiso. Se trata de
la misma persona, pero transfigurada por la realidad de la resurrección. Los
discípulos se alegran al ver al Señor; lo han reconocido cuando les ha mostrado
las señales de la pasión, las manos y el costado. Sin embargo parece que el
reconocimiento no resulta fácil. Tomás, que no estaba con ellos, quiere pruebas
y pone condiciones para creer: quiere comprobarlo con sus propios ojos.
Tomás no sólo experimenta esas dificultades para aceptar
la resurrección, sino que además, ofrece resistencias, pues no acepta el
testimonio de los discípulos, y exige pruebas. Y éstas van en escala: "ver
la señal de los clavos", "meter el dedo en la señal de los
clavos", "meter la mano en el costado". A Tomás no le bastan las
palabras de los otros discípulos. Es necesaria la aparición de Jesús, que se
presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo
pascual.
Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que
ofrece a Tomás las pruebas que éste había exigido y lo que es más importante,
le invita a creer. La respuesta del discípulo es realmente emotiva: su
confesión personal está cargada de afecto: "Señor mío y Dios mío". En
ella manifiesta no sólo su fe en la resurrección de Jesús, sino también en su
divinidad. Y con ello nos enseña que la consecuencia última de la resurrección
del Mesías es el reconocimiento de su condición divina.
Diario Bíblico. Cicla
(Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)
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