¡Amor y paz!
Hoy es viernes. Dentro de
dos semanas justas estaremos en el Viernes Santo, fijos los ojos en la Cruz de
Cristo. Entre hoy y mañana leemos el capítulo 7 del evangelio según San Juan.
Sucede en la fiesta de las Tiendas o Tabernáculos, la fiesta del final de la
cosecha, muy concurrida en Jerusalén, que duraba ocho días.
La oposición de las clases
dirigentes a Jesús se va enconando cada vez más, porque se presentaba como
igual a Dios.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y
el comentario, en este
viernes de la IV Semana del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan
7,1-2.10.25-30.
Después de esto, Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Chozas, sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver. Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren cómo habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es". Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió". Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora.
Comentario
Hoy, el evangelista Juan
nos dice que a Jesús «no [le] había llegado su hora» (Jn 7,30). Se refiere a la
hora de la Cruz, al preciso y precioso tiempo de darse por los pecados de la
entera Humanidad. Todavía no ha llegado la hora, pero ya se encuentra muy
cerca. Será el Viernes Santo cuando el Señor llevará hasta el fin la voluntad
del padre Celestial y sentirá —como escribía el Cardenal Wojtyla— todo «el peso
de aquella hora, en la que el Siervo de Yahvé ha de cumplir la profecía de
Isaías, pronunciado su “sí».
Cristo —en su constante
anhelo sacerdotal— habla muchísimas veces de esta hora definitiva y
determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc 22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida
del Señor se verá dominada por la hora suprema y la deseará con todo el
corazón: «Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta
que se realice!» (Lc 12,50). Y «la víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo
Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1).
Aquel viernes, nuestro Redentor entregará su espíritu a las manos del Padre, y
desde aquel momento su misión ya cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia
y de todos sus miembros, animados por el Espíritu Santo.
A partir de la hora de
Getsemaní, de la muerte en la Cruz y la Resurrección, la vida empezada por
Jesús «guía toda la Historia» (Catecismo de la Iglesia n. 1165). La vida, el
trabajo, la oración, la entrega de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia:
es también la hora del Cuerpo del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de
acompañarlo en la oración de Getsemaní, «siempre despiertos —como afirmaba
Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos». Es la hora de
actuar como miembros vivos de Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de
Jesús, sucedida “una vez por todas” permanece siempre actual, de la misma
manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la
Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n. 2746).
Rev. D. Josep Vall i Mundó
(Barcelona, España)
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