¡Amor y paz!
El Evangelio nos plantea hoy dos temas fundamentales: nuestra actitud ante el hermano que peca, y el poder de la oración. En verdad, el cristiano está comprometido a dialogar y a perdonar: para él no deben existir la venganza ni el resentimiento, pero tampoco la indiferencia.
Y hoy cuando la Palabra de Dios nos habla de la corrección fraterna y de la oración, qué conveniente es que recordemos lo que nos dice Jesús en otro aparte del Evangelio: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen…” (Mt 5, 43).
Los invito, hermanos, a leer y meditar el evangelio y el comentario, en este XXIII Domingo del Tiempo Ordinario...
Dios los bendiga…
Evangelio según San Mateo 18,15-20.
Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo. También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos.
Comentario
Cuando se reclama y proclama la libertad al margen de toda responsabilidad, hay suficientes motivos para pronosticar la disolución de esa comunidad en un colectivo atomizado por la indiferencia. La sociedad no sería más que una reserva de extraños seres yuxtapuestos, hacinados como ladrillos en un montón. Ahí ya no hay seres humanos, sólo hay números, cantidad o masa.
La indiferencia es la primera y más grave violación de los Derechos Humanos. Más terrible que la violencia y que el terrorismo. Porque el indiferente trata a todos como si no existieran, o sea, que no existen para él, es decir, han muerto ejecutados en el patíbulo de su egoísmo.
Hay muchos que confunden la indiferencia, la mayor lacra de una sociedad humana, con el respeto indispensable para el ejercicio de la libertad de todos. Los tales presumen de ser muy respetuosos con todo el mundo, sencillamente porque todo el mundo les importa un comino. Dicen que no se meten con nadie, pero es que nadie tiene sitio en su egoísta vida. Creen bastarse a sí mismos, porque se han hecho a sí mismos y por tanto pasan olímpicamente de los demás. Son unos auténticos parásitos. Usufructúan el trabajo de todos, que creen comprar con su dinero, y creen no necesitar de nadie. Mi vida es mía, dicen; mi cuerpo mío, protestan, y pretenden hacer de su vida y de su cuerpo lo que quieren, sin contar con nadie y sin tener en cuenta a nadie. Pero ese énfasis con que acentúan "mi" vida o "mi" cuerpo no es un acto de responsabilidad, sino fruto de la irresponsabilidad de un derecho de propiedad trasnochado y reaccionario. Porque nadie es tan suyo, que no sea resultado y producto de la solidaridad de todos, de los antepasados y de los contemporáneos.
La condición de posibilidad de una vida auténticamente humana y en democracia es el respeto y la tolerancia. Pero también lo es la solidaridad como superación de la indiferencia, que nos degrada de la categoría humana y nos reduce a nuestros ancestros anteriores a la vida. El respeto nos detiene a todos en el umbral de la libertad de los otros, la solidaridad nos hace franquear ese umbral para ayudarles. Que si es importante vivir y dejar vivir, es indispensable ayudar a vivir.
EUCARISTÍA 1990/42
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