domingo, 7 de noviembre de 2010

Estamos llamados a vivir eternamente

¡Amor y paz!

Es el amor lo que diferencia a un discípulo de Cristo de uno que no lo es: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros” (Jn 13, 35). Y, también, por supuesto, su postura frente a la resurrección, porque creer o no creer en ella da lugar a dos estilos de vida muy distintos: el de los que buscan la felicidad sólo en esta tierra y el de los que tienen los ojos puestos en la eternidad.

Como dice San Pablo, “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1Cor 15,32). Así es de que cada uno de nosotros puede preguntarse si la manera como vive está demostrando que cree o no en la resurrección de los muertos.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el evangelio y el comentario, en este XXXII Domingo del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 20,27-38.

Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?".  Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él". 

Comentario

La Palabra de Dios hoy nos habla de la resurrección de los muertos, mensaje que constantemente hacemos nuestro, sobre todo al rezar el Credo, al decir que creemos en la resurrección de la carne.

Este tema es sugerido por los llamados saduceos que negaban la resurrección. La respuesta de Jesús llega pronto y habla de una vida nueva que seguirá a la resurrección de los justos y aunque el Señor nos da esta certeza, no nos revela el modo y las condiciones de esta realidad nueva. Será vida ciertamente, aunque distinta de la presente.

Por medio de Cristo, Dios nos ha preparado un destino de vida, porque no es Dios de muertos, sino de vivos y aunque caminemos por este valle de lágrimas, el amor que Dios nos tiene y nos ha manifestado en Cristo, es un consuelo permanente y una gran esperanza.

El hombre lleva en lo profundo de sí la aspiración a la vida inmortal, por eso se resiste a morir. Los padres buscan perpetuarse en sus hijos, el escritor en sus libros, el político en la estima de su pueblo y podíamos enumerar muchos otros ejemplos.

Si después de esta vida no hubiera nada, nos sentiríamos profundamente frustrados, la vida humana sería una pasión inútil y el hombre un ser para la nada, como dicen muchos filósofos.

¡Pero no! Nuestro destino es la vida eterna: "Cristo resucito de entre los muertos, el primero de todos". La certeza de nuestra resurrección radica en que Cristo ha resucitado. Si él murió para hacernos hijos de Dios y darnos vida nueva por su Espíritu, esta vida no puede ser perecedera, sino definitiva y eterna. Como creyentes debemos ser personas optimistas y plenos de alegre esperanza, amantes de la vida y de los hermanos. Es la fe en la vida eterna lo que nos da fuerza para asumir la vida presente. La esperanza de nuestra feliz resurrección debe hacerse realidad en medio de los hombres, siendo testimonio de la presencia del Dios vivo a través de obras concretas.

Todo bautizado tiene en sí mismo la semilla de la vida eterna; es un ser para la vida nueva en Dios en la medida que diaria y continuamente dé muerte al hombre viejo y pecador, hasta llegar a la meta final que es la plenitud de la vida en Cristo.

C. E. de Liturgia, Perú

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