¡Amor y paz!
En el evangelio del fariseo y el publicano se oponen dos tipos de justicia: la del hombre que se cree salvado porque cumple una retahíla de prescripciones, y la del pecador que humildemente espera su salvación por iniciativa de Dios. Es éste, el pecador, quien encuentra el camino hacia Dios.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este sábado de la tercera semana de Cuaresma.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 18,9-14.
Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: "Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".
Comentario
«Todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado»
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido. Pero vayamos por partes.
En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quien se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas!
¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad».
Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos.
Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos.
Tenemos cerca la Semana Santa. Pronto contemplaremos —¡una vez más!— a Cristo en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos cómo, ante la súplica de Dimas —«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42)— el Señor responde con una “canonización fulminante”, sin precedentes: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Este personaje era un asesino que queda, finalmente, canonizado por el propio Cristo antes de morir.
Es un caso inédito y, para nosotros, un consuelo...: la santidad no la “fabricamos” nosotros, sino que la otorga Dios, si Él encuentra en nosotros un corazón humilde y converso.
Rev. D. David Compte i Verdaguer (Manlleu-Barcelona, España).
www.mercaba.org
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