¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios en, este martes 4 del tiempo ordinario, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura
(2Sam 8,9-10.14b.24-25a.30—19,3):
En aquellos días, Absalón fue a dar en un destacamento de
David. Iba montado en un mulo, y, al meterse el mulo bajo el ramaje de una
encina copuda, se le enganchó a Absalón la cabeza en la encina y quedó colgando
entre el cielo y la tierra, mientras el mulo que cabalgaba se le escapó. Lo vio
uno y avisó a Joab: «¡Acabo de ver a Absalón colgado de una encina!». Agarró
Joab tres venablos y se los clavó en el corazón a Absalón.
David estaba sentado entre las dos puertas. El centinela subió al mirador,
encima de la puerta, sobre la muralla, levantó la vista y miró: un hombre venía
corriendo solo. El centinela gritó y avisó al rey. El rey dijo: «Retírate y
espera ahí». Se retiró y esperó allí. Y en aquel momento llegó el etíope y
dijo: «¡Buenas nuevas, majestad! ¡El Señor te ha hecho hoy justicia de los que
se habían rebelado contra ti!». El rey le preguntó: «¿Está bien mi hijo
Absalón?». Respondió el etíope: «¡Acaben como él los enemigos de vuestra
majestad y cuantos se rebelen contra ti!».
Entonces el rey se estremeció, subió al mirador de encima de la puerta y se
echó a llorar, diciendo mientras subía: «¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! iHijo
mío, ¡Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo
mío!». A Joab le avisaron: «El rey está llorando y lamentándose por Absalón».
Así la victoria de aquel día fue duelo para el ejército, porque los soldados
oyeron decir que el rey estaba afligido a causa de su hijo. Y el ejército entró
aquel día en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados
cuando han huido del combate.
Salmo responsorial: 85
R/. Inclina tu oído, Señor, escúchame.
Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre
desamparado; protege mi vida, que soy un fiel tuyo, salva a tu siervo que
confía en ti.
Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día;
alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti.
Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te
invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.
Versículo antes del Evangelio (Mt 8,17):
Aleluya. Él mismo tomó nuestras enfermedades, y cargó con nuestras dolencias. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mc 5,21-43):
En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la
otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del
mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a
sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de
morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con
él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.
Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que
había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin
provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de
Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si
logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le
secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al
instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió
entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le
contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha
tocado?’». Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había
hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó
atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le
dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos
diciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo
que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y
no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el
hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el
alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les
dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se
burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre
de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando
la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te
digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues
tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho
en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.
Comentario
Hoy el Evangelio nos presenta dos milagros de Jesús que
nos hablan de la fe de dos personas bien distintas. Tanto Jairo —uno de los
jefes de la sinagoga— como aquella mujer enferma muestran una gran fe: Jairo
está seguro de que Jesús puede curar a su hija, mientras que aquella buena
mujer confía en que un mínimo de contacto con la ropa de Jesús será suficiente
para liberarla de una enfermedad muy grave. Y Jesús, porque son personas de fe,
les concede el favor que habían ido a buscar.
La primera fue ella, aquella que pensaba que no era digna de que Jesús le
dedicara tiempo, la que no se atrevía a molestar al Maestro ni a aquellos
judíos tan influyentes. Sin hacer ruido, se acerca y, tocando la borla del
manto de Jesús, “arranca” su curación y ella enseguida lo nota en su cuerpo.
Pero Jesús, que sabe lo que ha pasado, no la quiere dejar marchar sin dirigirle
unas palabras: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu
enfermedad» (Mc 5,34).
A Jairo, Jesús le pide una fe todavía más grande. Como ya Dios había hecho con
Abraham en el Antiguo Testamento, pedirá una fe contra toda esperanza, la fe de
las cosas imposibles. Le comunicaron a Jairo la terrible noticia de que su
hijita acababa de morir. Nos podemos imaginar el gran dolor que le invadiría en
aquel momento, y quizá la tentación de la desesperación. Y Jesús, que lo había
oído, le dice: «No temas, solamente ten fe» (Mc 5,36). Y como aquellos
patriarcas antiguos, creyendo contra toda esperanza, vio cómo Jesús devolvía la
vida a su amada hija.
Dos grandes lecciones de fe para nosotros. Desde las páginas del Evangelio,
Jairo y la mujer que sufría hemorragias, juntamente con tantos otros, nos
hablan de la necesidad de tener una fe inconmovible. Podemos hacer nuestra
aquella bonita exclamación evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad» (Mc
9,24).
Rev. D. Francesc PERARNAU i Cañellas (Girona, España)
Evangeli. net
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