¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este viernes de la 3a semana del Tiempo Ordinario, ciclo B,
Dios nos bendice…
1ª Lectura (2Sam 11,1-4a.5-10a.13-17):
Al año siguiente, en la época en que los
reyes van a la guerra, David envió a Joab con sus oficiales y todo Israel, a
devastar la región de los amonitas y sitiar a Rabá. David, mientras tanto, se
quedó en Jerusalén; y un día, a eso del atardecer, se levantó de la cama y se
puso a pasear por la azotea del palacio, y desde la azotea vio a una mujer
bañándose, una mujer muy bella. David mandó preguntar por la mujer, y le
dijeron: «Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita».
David mandó a unos para que se la trajesen. Después Betsabé volvió a su casa,
quedó encinta y mandó este aviso a David: «Estoy encinta». Entonces David mandó
esta orden a Joab: «Mándame a Urías, el hitita». Joab se lo mandó. Cuando llegó
Urías, David le preguntó por Joab, el ejército y la guerra. Luego le dijo:
«Anda a casa a lavarte los pies».
Urías salió del palacio, y detrás de él le llevaron un regalo del rey. Pero
Urías durmió a la puerta del palacio, con los guardias de su señor; no fue a su
casa. Avisaron a David que Urías no había ido a su casa. Al día siguiente,
David lo convidó a un banquete y lo emborrachó. Al atardecer, Urías salió para
acostarse con los guardias de su señor, y no fue a su casa. A la mañana
siguiente, David escribió una carta a Joab y se la mandó por medio de Urías. El
texto de la carta era: «Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la
lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera». Joab, que tenía
cercada la ciudad, puso a Urías donde sabía que estaban los defensores más aguerridos.
Los de la ciudad hicieron una salida, trabaron combate con Joab, y hubo bajas
en el ejército entre los oficiales de David; murió también Urías, el hitita.
Salmo responsorial: 50
R/. Misericordia, Señor: hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa
compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra
ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente. Mira, en la
culpa nací, pecador me concibió mi madre.
Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta
de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.
Versículo antes del Evangelio
(Cf. Mt 11,15): Aleluya. Bendito eres, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque revelaste los misterios del Reino a los niños. Aleluya.
Texto del Evangelio
(Mc 4,26-34): En
aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «El Reino de Dios es como un hombre que
echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano
brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma;
primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el
fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo
expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra,
es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez
sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan
grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra
con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin
parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.
Comentario
Hoy Jesús habla a la gente de una experiencia muy cercana
a sus vidas: «Un hombre echa el grano en la tierra (...); el grano brota y
crece (...). La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga,
después trigo abundante en la espiga» (Mc 4,26-28). Con estas palabras se
refiere al Reino de Dios, que consiste en «la santidad y la gracia, la Verdad y
la Vida, la justicia, el amor y la paz» (Prefacio de la Solemnidad de Cristo
Rey), que Jesucristo nos ha venido a traer. Este Reino ha de ser una realidad,
en primer lugar, dentro de cada uno de nosotros; después en nuestro mundo.
En el alma de cada cristiano, Jesús ha sembrado —por el Bautismo— la gracia, la
santidad, la Verdad... Hemos de hacer crecer esta semilla para que fructifique
en multitud de buenas obras: de servicio y caridad, de amabilidad y
generosidad, de sacrificio para cumplir bien nuestro deber de cada instante y
para hacer felices a los que nos rodean, de oración constante, de perdón y
comprensión, de esfuerzo por conseguir crecer en virtudes, de alegría...
Así, este Reino de Dios —que comienza dentro de cada uno— se extenderá a
nuestra familia, a nuestro pueblo, a nuestra sociedad, a nuestro mundo. Porque
quien vive así, «¿qué hace sino preparar el camino del Señor (...), a fin de
que penetre en él la fuerza de la gracia, que le ilumine la luz de la verdad,
que haga rectos los caminos que conducen a Dios?» (San Gregorio Magno).
La semilla comienza pequeña, como «un grano de mostaza que, cuando se siembra
en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra;
pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas» (Mc
4,31-32). Pero la fuerza de Dios se difunde y crece con un vigor sorprendente.
Como en los primeros tiempos del cristianismo, Jesús nos pide hoy que
difundamos su Reino por todo el mundo.
Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells (Salt, Girona, España)
Evangeli.net
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