sábado, 7 de julio de 2018

No es posible experimentar la acción sanadora de Jesús sin una actitud de fe


¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios y el comentario, en este XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

Dios nos bendice...

Libro de Ezequiel 2,2-5. 

Cuando me habló, un espíritu entró en mí y me hizo permanecer de pie, y yo escuché al que me hablaba.
Él me dijo: Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a un pueblo de rebeldes que se han rebelado contra mí; ellos y sus padres se han sublevado contra mí hasta el día de hoy.
Son hombres obstinados y de corazón endurecido aquellos a los que yo te envío, para que les digas: "Así habla el Señor ".
Y sea que escuchen o se nieguen a hacerlo -porque son un pueblo rebelde- sabrán que hay un profeta en medio de ellos.

Salmo 123(122),1-2a.2bcd.3-4. 

Levanto mis ojos hacia ti,
que habitas en el cielo.
Como los ojos de los servidores
están fijos en las manos de su señor,

y los ojos de la servidora
en las manos de su dueña:
¡Ten piedad, Señor,
ten piedad de nosotros,

porque estamos hartos de desprecios!
Nuestra alma está saturada
de la burla de los arrogantes,
del desprecio de los orgullosos.

Carta II de San Pablo a los Corintios 12,7-10. 

Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere.
Tres veces pedí al Señor que me librara,
pero él me respondió: "Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad". Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo.
Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.

Evangelio según San Marcos 6,1-6. 

Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente. 

Comentario

1. Los prejuicios impiden conocer la verdad de las personas

Para sus paisanos de Nazaret, Jesús no podía ser más que el carpintero -o el hijo del carpintero, el hijo de José, como dicen respectivamente los textos paralelos de Mateo (13, 53-58) y Lucas (4, 16-30)-. Jesús era conocido también en su tierra como el hijo de María, y en los evangelios se habla de sus hermanos y hermanas.

Esto último es objeto de polémica entre las diversas interpretaciones cristianas de los Evangelios. Los protestantes en su mayoría niegan la virginidad de María, la madre de Jesús, y afirman que éste tuvo hermanos nacidos de ella y de José. Para los ortodoxos el término significa “hermanastros” o “hermanos medios”, hijos e hijas de un matrimonio anterior de José, que cuando se casó con María supuestamente era viudo.

En la interpretación de la Iglesia Católica Romana, que proclama la virginidad de María antes, en y después del parto (y con la que coincide la Iglesia Anglicana), el término “hermanos” -en griego “adelphoi”- se entiende como los “primos”, pues la palabra correspondiente a este tipo de parentesco no existe en arameo, la lengua en la que originalmente predicaron los apóstoles -la misma que hablaba Jesús-, y a partir de la cual fueron escritas las versiones en griego que han llegado hasta nosotros. Pero más allá de tal discusión, es significativa la resistencia de los coterráneos de Jesús a creer en sus enseñanzas y sus milagros, precisamente porque lo habían visto crecer como miembro de una familia pobre y humilde.

La frase de Jesús con la cual se refiere a sí mismo como un “profeta”, ha dado origen a un famoso refrán popular: Nadie es profeta en su tierra. Pero, ¿qué significa en este contexto ser “profeta”? Este término griego corresponde al hebreo nabí, que quiere decir llamado. Los textos bíblicos lo aplican a quien es llamado por Dios para comunicar su Palabra por inspiración divina, y por eso es capaz no sólo de interpretar el sentido trascendente de las experiencias cotidianas, sino también de predecir los acontecimientos futuros. Con esta última capacidad se suele relacionar más comúnmente el término, pero en el Evangelio su significado es ante todo el primero: “profeta” es quien que ha sido llamado por Dios para hablar y actuar en su nombre, como en el siglo VI antes de Cristo lo fue por ejemplo Ezequiel, cuya vocación o llamamiento se narra en la primera lectura (Ezequiel 2, 2-5). 

2. No es posible experimentar la acción sanadora de Jesús sin una actitud de fe

El Evangelio de Juan también se refiere a la actitud de rechazo contra Jesús por parte de sus coterráneos, en un contexto mucho más amplio que el de Nazaret: el de todos los que decían creer en el Dios verdadero y no acogieron su Palabra hecha carne en la persona de su Hijo: Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Juan 1, 11).

Como en aquel tiempo. también hoy persiste la cuestión acerca de qué formación tuvo Jesús durante su infancia y su juventud. Resuena así la pregunta de sus paisanos: ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? A juzgar por los relatos bíblicos, específicamente los evangelios de Mateo y Lucas, después de su nacimiento en Belén, su presentación en el Templo de Jerusalén cuarenta días después y la huida de la sagrada familia a Egipto, en donde estuvo poco tiempo, Jesús no parece haber salido de Nazaret antes de sus treinta años de edad, excepto cuando fue con sus padres al Templo una vez cumplidos los doce.

Sin embargo, no faltan quienes intentan probar, no sólo que fue instruido en la comunidad de los Esenios, establecida en el desierto cerca de la desembocadura del río Jordán, sino que incluso estuvo en la India, donde aprendió las doctrinas hindúes y budistas. Todas éstas son especulaciones. Lo que sí podemos suponer es que debió tener una sólida formación humana y una instrucción muy completa en los contenidos religiosos del judaísmo.

Pero lo más importante y que escapa a quienes se encierran en parámetros meramente humanos, es que en Jesús actuaba de manera especial el Espíritu Santo, lo cual muchos no supieron reconocer, nos sólo entre sus paisanos de Nazaret, sino entre sus coterráneos del resto de Galilea y de Jerusalén en Judea. Incluso sus primeros discípulos, y hasta su propia madre, la Virgen María, sólo pudieron comprender plenamente el sentido de la vida y de las enseñanzas de Jesús gracias al don de la fe pascual después de su muerte y resurrección, una vez recibido el Espíritu Santo en Pentecostés. También nosotros podemos reconocer a Jesús y experimentar su acción sanadora y renovadora, pero sólo en la medida en que tengamos una verdadera actitud de fe.

3. Sólo podemos recibir la fuerza de Cristo cuando reconocemos nuestra debilidad

La verdadera actitud de fe supone y exige la humildad. Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo, dice san Pablo en la segunda lectura (2ª Corintios 12, 7b-10), refiriéndose a lo que él llama simbólicamente una espina que lleva clavada en su carne, entendida aquí la carne como la condición material humana. Pablo no especifica cuál es esa “espina”. Podría tratarse de un problema inherente a su propia realidad personal, con el que tuvo que enfrentarse constantemente durante su vida y concretamente en el ejercicio de su apostolado. Pero lo que sí indica él es que esa debilidad lo lleva a reconocer humildemente la necesidad de la fuerza sanadora y salvadora del Señor, que le dice interiormente: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”.

Esas palabras son también hoy para nosotros. Todos tenemos limitaciones, deficiencias, defectos que forman parte de nuestra debilidad humana. Lo primero que debemos hacer al experimentar esta realidad es reconocer humildemente esta misma debilidad, aceptándonos como somos, pero no para destruir nuestra autoestima ni para quedarnos cruzados de brazos sin luchar por un mejoramiento continuo, sino para poner toda nuestra confianza en el poder del amor de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

El Mensaje del Domingo
Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

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