¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, siguiendo los pasos
de la lectio divina, en este miércoles
de la tercera semana de Cuaresma.
Dios
nos bendice...
LECTIO
Primera lectura: Deuteronomio 4,1.5-9
Moisés habló al pueblo
y dijo: "Y ahora, Israel, escucha las leyes y los preceptos que os enseño
a practicar, para que viváis y entréis en posesión de la tierra que os da el
Señor, Dios de vuestros antepasados.
Mirad, os he enseñado
leyes y preceptos como el Señor mi Dios me mandó, para que los pongáis en
práctica en la tierra a la que vais a entrar para tomar posesión de ella.
Guardadlos y ponedlos en práctica; eso os hará sabios y sensatos ante los demás
pueblos, que, al oír todas estas leyes, dirán: "Esta gran nación es
ciertamente un pueblo sabio y sensato". Y en efecto, ¿qué
nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está el
Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos? ¿Y qué nación hay tan grande que
tenga leyes y preceptos tan justos como esta Ley que yo os promulgo hoy?
Pero presta atención y
no te olvides de lo que has visto con tus ojos; recuérdalo mientras vivas y
cuéntaselo a tus hijos y a tus nietos".
En los tres primeros capítulos del Deuteronomio, Moisés habla a Israel recordándole la historia para subrayar la fidelidad de Dios con su pueblo. En el c. 4 se sacan las consecuencias: se pide al pueblo una respuesta que manifieste absoluta fidelidad a Dios, que se traduzca en la práctica de las leyes y normas que, por orden del Señor, enseñó Moisés de acuerdo con lo que él mismo aprendió. Éstas no constituyen sólo una condición para entrar en posesión de la tierra (v. 1), sino también y sobre todo una tarea concreta a cumplir, una "vocación" (v. 56): pues, de hecho, un estilo de vida inspirado en dichas ordenanzas hará a Israel objeto de estima y admiración de otros pueblos, que apreciarán la sabiduría superior y podrán reconocer la proximidad extraordinaria de su Dios. Israel se convertirá así, en medio de las naciones, en testimonio del Dios vivo y verdadero, que ama al hombre y se hace presente cuando se invoca su nombre, revelado a Moisés (v 7).
Por consiguiente, la
lealtad a Dios se manifiesta en una serie de acciones expresadas en los
mandamientos. No hay que entender los mandamientos como simples prohibiciones,
sino como respuesta de amor. Y como se basan en anteriores beneficios de Dios,
para poder practicarlos libremente es indispensable recordar la historia de salvación: traer
a la memoria las obras del Señor ayuda al pueblo a crecer en gratitud a Dios y
en la observancia de sus leyes, de generación en generación (v 3).
Evangelio: Mateo 5,17-19
Dijo Jesús: No penséis
que he venido a abolir las enseñanzas de la Ley y los profetas; no he venido a
abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias. Porque
os aseguro que, mientras duren el cielo y la tierra, la más pequeña letra de la
Ley estará vigente hasta que todo se cumpla. Por eso, el
que descuide uno de estos mandamientos más pequeños y enseñe a hacer lo mismo a
los demás será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Pero el que los cumpla
y enseñe será grande en el Reino de Ios Cielos.
La persona y las enseñanzas de Jesús desconciertan a sus contemporáneos: de hecho, constituyen una novedad radical. La perícopa de hoy nos deja entrever el interrogante que suscitaban y, a la vez, refleja la delicada situación de las primeras generaciones cristianas en sus relaciones con el judaísmo.
El evangelio según Mateo,
destinado en primer lugar a una comunidad judeocristiana, presenta a Jesús como
el nuevo Moisés que promulga en el monte la nueva Ley: las bienaventuranzas.
Pero no por ello quedan abolidas la Ley y los profetas; más bien, llegan a su
plenitud en Cristo.
El mismo Jesús manifiesta
un gran aprecio de la Torah, que a lo largo de los siglos prepara a Israel para
una vida de comunión con Dios. Esta comunión se nos concede ahora, por gracia,
en plenitud: en Jesús Dios se hace Emmanuel, Dios-con-nosotros. Los antiguos
preceptos en su plenitud, en Cristo, permanecerán como norma perenne. Jesús lo
afirma con suma autoridad, como evidencia el texto griego donde aparece la
palabra original: "Amén"
(v. 18), frecuente en boca de Jesús y después del resto del Nuevo
Testamento y de la Iglesia primitiva. Ni siquiera los minúsculos signos de la
Ley -esto es, los preceptos secundarios- serán anulados, y de su observancia o
inobservancia dependerá la suerte definitiva de cada uno. De hecho, por lógica,
y de acuerdo con el estilo oriental, ser considerado mínimo en el Reino de los
Cielos significa ser excluido, como parece en el v. 20.
MEDITATIO
El hombre se caracteriza
por el deseo infinito de vida y felicidad, sed nunca plenamente apagada y que
lo convierte en un incansable buscador de Dios. Y, sin embargo, hoy quizás más
que nunca, nos enfrentamos a un nuevo fenómeno, el de una humanidad cansada e
intolerante: los caminos antiguos -¿o viejos?- no satisfacen; los nuevos
aparecen con mucha frecuencia como auténticos callejones sin salida y suscitan
escepticismo o desesperación.
Las lecturas de la
presente liturgia nos vuelven a llevar a un camino concreto, "recto";
es decir, que lleva directamente a su fin. Su punto de partida es la escucha de la Palabra y exige
humildad y obediencia. El paso a seguir consiste en llevar a la práctica la Palabra cada
día. La meta es el encuentro con
la Palabra, Jesús y, por consiguiente, la felicidad, la
bienaventuranza.
El camino puede parecer
exigente, pero para quien camina se convierte en estímulo para ensanchar el
corazón. No se trata tanto de practicar con rigor los preceptos, sino de seguir
a una persona paso a paso, a Jesús. La palabra ley puede parecer hoy sinónimo de esclavitud, legalismo,
algo frío o a hipocresía. Por el contrario, ¿hay algo más estupendo que el
verdadero amor, que siempre busca y encuentra nuevos modos de darse?
Precisamente, esta
fidelidad absoluta a la enseñanza del Señor puede hacer radicalmente nueva nuestra
vida incluso a los ojos de los demás. La fidelidad a mandatos antiguos nos hará
testigos de la perenne novedad: Jesús, el Señor, está con nosotros, y en él
encontramos plenitud de gozo hasta en el cotidiano trabajo de la existencia.
ORATIO
Señor, en tu gran bondad
nos has mostrado el camino a seguir para llegar a la meta de la eterna comunión
contigo. Con frecuencia hemos preferido escuchar otras voces diferentes de la
tuya, nos hemos adherido a normas más de acuerdo con nuestros gustos, hemos
querido abrir atajos alternativos para encontrar una felicidad ilusoria...
¡Perdónanos, Señor!
Ayúdanos a volver a empezar, a comenzar partiendo de la escucha humilde y fiel
de tu Palabra, de caminar dócil y generosamente por tus mandamientos: éstos son
los pasos -pequeños pero seguros- que nos conducirán a un amor grande contigo y
con los hermanos; son pasos humildes que nos pueden hacer "grandes" en
tu Reino. Enséñanos a caminar detrás de ti, Jesús, nuestro verdadero maestro,
para que nuestra vida, renovada en la escuela de la caridad, testimonie al
mundo el gozo del Evangelio.
CONTEMPLATIO
Oye, hijo mío, mis
palabras suavísimas, que exceden toda la ciencia de los filósofos y letrados de
este mundo. "Mis palabras son espíritu y vida" (Jn
6,63) y no se pueden ponderar por el sentido humano. No se deben traer al sabor
del paladar, sino que se deben oír con silencio y recibir con humildad y gran
afecto.
Dije: "Dichoso el hombre a quien tú educas,
Señor, aquel a quien instruyes con tu ley" (Sal
93,12s). Yo, dice el Señor, enseñé a los profetas desde el principio, y no ceso
de hablar a todos hasta ahora; pero muchos son duros y sordos a mi voz. Muchos
oyen de mejor grado al mundo que a Dios; siguen más fácilmente el apetito de su
carne que el beneplácito divino. El mundo promete cosas temporales y pequeñas,
pero aun así le sirven con gran ansia; y yo prometo cosas grandes y eternas, y
entorpécense los corazones de los mortales. Yo daré lo que tengo prometido. Yo
cumpliré lo que he dicho, si alguno perseverare fiel en mi amor hasta el fin
[...].
Escribe tú mis palabras en
tu corazón y considéralas con gran diligencia, pues en el tiempo de la
tentación las habrás menester. Lo que no entiendes cuando lo lees, lo conocerás
el día que te visite (Imitación
de Cristo, III, 3).
ACTIO
Repite con frecuencia y
vive hoy la Palabra:
"Inclino mi
corazón a cumplir tus leyes, mi recompensa será eterna" (Sal 118,112).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Cuando aquellos a quienes
amamos nos piden algo, les damos las gracias por pedírnoslo. Si tú deseases,
Señor, pedirnos una única cosa en toda nuestra vida, nos dejarías asombrados, y
el haber cumplido una sola vez tu voluntad sería el gran acontecimiento de
nuestro destino. Pero como cada día, cada hora, cada minuto, pones en nuestras manos
tal honor, lo encontramos tan natural que estamos hastiados, que estamos
cansados...
Y, sin embargo, si
entendiésemos qué inescrutable es tu misterio, nos quedaríamos estupefactos al
poder conocer esas chispas de tu voluntad que son nuestros minúsculos deberes.
Nos deslumbraría conocer, en esta inmensa tiniebla que nos cubre, las
innumerables, precisas y personales luces de tus deseos. El día que lo
entendiésemos, iríamos por la vida como una especie de profetas, como videntes
de tus pequeñas providencias, como agentes de tus intervenciones. Nada sería
mediocre, pues todo sería deseado por ti. Nada sería demasiado agobiante, pues
todo tendría su raíz en ti. Nada sería triste, pues todo sería querido por ti.
Nada sería tedioso, pues todo sería amor por ti.
Todos estamos
predestinados al éxtasis, todos estamos llamados a salir de nuestras pobres
maquinaciones para resurgir hora tras hora en tu plan. Nunca somos pobres
rechazados, sino bienaventurados llamados; llamados a saber lo que te gusta
hacer, llamados a saber lo que esperas en cada instante de nosotros: personas
que necesitas un poco, personas cuyos gestos echarías de menos si nos negásemos
a hacerlos. El ovillo de algodón para zurcir, la carta
que hay que escribir, el niño que es preciso levantar, el marido que hay que
alegrar, la puerta que hay que abrir, el teléfono que hay que descolgar, el
dolor de cabeza que hay que soportar...: otros tantos trampolines para el
éxtasis, otros tantos puentes para pasar desde nuestra pobre y mala voluntad a
la serena rivera de tu deseo (M. Delbrél, La alegría de creer, Santander 1997, 135s).
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